Artículo y entrevista
Por Pablo Ortiz Soto
Pensábamos que el desarrollo y total implantación de la técnica durante el siglo XX podría optimizar nuestro bienestar. Y así ha sido. Sin embargo no presagiamos que, a pesar de este extraordinario avance, viviendo en la más actualizada época tecnológica de la historia, el hombre no ha conseguido alcanzar aquella premisa de plenitud existencial, que también habíamos augurado, como consecuencia del bienestar conseguido. El análisis que viene a continuación, a través de una entrevista sobre el poemario Placer adámico del poeta granadino Jesús Montiel López, tiene la pretensión de inquirir en esta inquietante observación, donde los versos del joven poeta ahondarán en la hipótesis anterior.
Jesús Montiel es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Granada, y doctor por la Universidad Complutense de Madrid con su tesis Los personajes de Walker Percy: peregrinaje o viaje existencial. En la actualidad es profesor de Lengua y Literatura en la Escuela Universitaria de Magisterio La Inmaculada de Granada, y ostenta, además de ser finalista en el Premio Adonáis 2013, tres premios nacionales de poesía: Placer adámico (2012), Díptico otoñal (2012) e Insectario (2013).
El libro Placer adámico propone renacer, de la zozobra y del tedio existencial del hombre posmoderno, su condición primigenia de homo contemplativus. Para ello sus versos recuerdan, y profundizan, en la connatural admiración del hombre grecolatino que hacía transcender la cotidianidad. En sus poemas, Montiel refleja aquella lúcida reflexión que nos compartió un eximio científico del siglo pasado. Albert Einstein decía que «un hombre que ha perdido la capacidad de asombro y veneración, está muerto. Saber que existe una Realidad arcana que se nos descubre como Belleza sublime, saber esto y percibirlo es el núcleo de la verdadera religiosidad»[1]. El presente análisis es una invitación, como así dicta parte del lema aquiniano que rotula esta reflexión, a compartir, urbi et orbi, nuestra contemplación por el maravilloso mysterium de la existencia, porque podríamos no existir y, sin embargo, existimos. Esta percepción, que Montiel define como «Asombro», es el leitmotiv del poemario.
No obstante, a mi parecer y a diferencia del término acuñado por el poeta, sería más propio y racional utilizar, por su origen etimológico, el término «admiración». Ya que el sustantivo «asombro» procede del verbo «asombrar» y, este término a su vez, proviene de «sombra» que, etimológicamente, encontramos su origen en el vocablo latino umbra. En cambio, la palabra «admiración» procede del sustantivo latino admiratio que se segmenta en la preposición ad (hacia) y el verbo miror (mirar)[2]. Realizo este breve análisis etimológico para hacer entender que, el asombro, tal y como lo entiende el poeta, no es —como así nos formula la primera acepción del Diccionario de la Real Academia Española— «susto o espanto»[3]. Más acorde al significado conceptual, tradicional, sería su segunda acepción, “gran admiración”. No obstante, dejando a un lado otro de los efectos de la posmodernidad, la reducción del lenguaje, durante la entrevista-análisis respetaré el término «Asombro» que el poeta utiliza. Si bien, fijémonos en el detalle de la mayúscula que Montiel acuña al término que flota en el verso final del poema «Visita al museo». Una metafórica letra capital que denota, no «susto o espanto», sino más bien aquella tradicional transcendencia conceptual, enraizada en el término griego thaumazein[4], y que evoca a la inherente y primitiva percepción del hombre ante la Creación. A la transcendencia de lo cotidiano, como así nos explica Montiel.
P. O. S. ¿Qué es el Asombro?
J. M. L. El asombro, bajo mi punto de vista, es el resorte con el que empieza toda actividad artística. No me refiero, quede claro, a un asombro infantil o rusoniano. Quiero decir estar frente a la realidad acostumbrada y, de pronto, tomar conciencia de las antiguas preguntas filosóficas: «¿quién soy?», «¿qué hago aquí?», «¿por qué me parece bello ese árbol?», «¿existe Dios o no existe?» El hombre que llega a estas preguntas y que consigue salir de la costumbre se vuelve un extraño, y en esa su extrañeza, lógicamente, todo cuanto ve a su alrededor cobra el interés de lo novedoso. Este es el asombro del que hablo en el poemario. Para ello, establezco una analogía con el asombro que el primer hombre, Adán, tuvo que sentir frente a las cosas creadas. De ahí el título.
Mirad un hombre de hace nueve siglos absorto en la visión de unas montañas. ?¿Qué fulge en su mirada? ¿Qué luz hay en sus ojos?? Es lo que los antiguos llamaban el Asombro…
Los versos precedentes son ecos del poema «Visita al museo»[5]. Aquí, el poeta imagina la extrañeza de unos niños del futuro ante la descripción de un paisaje que desconocen, por la destrucción de la naturaleza. El retrato poético, de las nemorosas montañas, provoca en los niños la admiración ante un mundo bello. Resalto los últimos versos porque sugieren, lo que en otro momento del estudio analizaré, el olvido del «Asombro». Este último verso es un elogio al homo contemplativus; aquel hombre que, maravillado y extrañado, buscaba una respuesta. De esa experiencia, por ejemplo, nacería la filosofía[6].
P. O. S. Hemos dicho que el Asombro es connatural al hombre pero, ¿crees que la educación es un factor importante para su transmisión?
J. M. L. Sí. Yo creo que todos los hombres tienen esta capacidad, otra cosa es que haya o no elementos exteriores que la alimenten. Lo he comprobado con mis alumnos. Todos ellos tienen un deseo de plenitud, lo que ocurre es que por las amistades, entorno familiar, mundo en el que viven, muchas veces apagan esa urgencia. No obstante, yo estoy seguro que todo hombre, en determinadas circunstancias, sufre un acontecimiento que tambalea la costumbre y lo coloca frente a las antiguas preguntas. En el caso del artista es diferente porque ha desarrollado su sensibilidad, y lógicamente, se hace la pregunta de otra forma: la desarrolla intelectualmente, haciendo abstracciones, mediante conceptos. Está más habituado a la extrañeza, que es parte de su oficio.
en un instante así como el de ahora, obligarme a salir del santuario gris de la costumbre para asomar el corazón sediento […] y nuestros ojos son los de un turista que mira cada espacio sorprendido y desempolva el mármol de la vida salvándola del tedio y la costumbre
El primer cómputo de versos pertenece al poema «Nocturno»[7]. Aquí Montiel, elogiando la noche estrellada, nos invita a salir de la rutina y participar en la fiesta de la existencia, donde el corazón late de gratitud hacia un Algo. Este reconocimiento es lo que permite, haciendo un símil con los turistas, quitarse las gafas opacas y observar con admiración, con Asombro, todo cuanto te rodea. De esta manera, el imprevisto se convierte en gratitud y así, dice Montiel, el sufrimiento o el dolor pueden ser elogiados. Este último cómputo de versos procede del poema «Elogio de dolor (Por qué no)»[8]. A continuación, Montiel, prosigue con su respuesta a la pregunta anteriormente formulada y que, como veremos, impregna su literatura:
J. M. L. En mi caso está claro que la influencia de mi padre y de su biblioteca han tenido un papel decisivo. En mi opinión hay dos tipos de bibliotecas: las formadas por libros salvajes y las formadas por libros amaestrados. En la feria del libro, por ejemplo, etiquetan el conocimiento: la caseta de los ‹‹marxistas››, la de los ‹‹católicos››, es decir, es como etiquetar a los hombres que te han precedido, lo cual es terrible. En este caso son libros, por así decir, amaestrados. En la biblioteca de mi padre, por el contrario, Santa Teresa de Ávila convive al lado del Marqués de Sade; y esa libertad, ese caos aparente de voces, es algo maravilloso. Los libros han crecido en libertad y no ha sido fruto de una criba ideológica. El contacto con esos libros, lógicamente, te invita a la curiosidad y, esa educación y experiencia que he tenido, a lo mejor en el futuro los niños no la van a tener.
Niños terrícolas del siglo treinta: mirad lo que llamaban los antiguos un bosque. Entonces las especies vegetales brotaban a su antojo de la tierra se hermanaban formando laberintos rebosantes de vida. Los árboles crecían, se estiraban como sueños borrachos de tormenta y en sus copas el viento cantaba con el pájaro. -La extrañeza les abre la boca y la mirada-
Ante la respuesta de Montiel, en esta ocasión, vuelvo a hacer referencia al poema «Visita al museo»[9]. En estos versos observamos a unos niños del futuro que se extrañan. Brota en ellos aquella connatural admiración ante la naturaleza que sus antepasados más cercanos (no aquellos primitivos a los que Chesterton tanto admiraba como analizaremos a continuación), destrozaron, como la deforestación actual del Amazonas. Aquella naturaleza que, de una manera monstruosa, fue arrancada de sus raíces y cuyos últimos vestigios se encuentra en la melodía de un poema, el museo.
P. O. S. ¿En qué autor encuentras la idea del Asombro?
J. M. L. El primer autor que me dio la pista fue Chesterton. Resulta que hace cinco años me llamó un amigo para escribir una conferencia. Me pidió que hablara sobre la figura del sacerdote en la literatura. Entonces escogí los relatos del Padre Brown, de Chesterton. Y leyendo la vida del autor me enteré que pasó una etapa de su vida, cuando comenzó la universidad con sus amigos decadentes, en la que tuvo muchos problemas imaginativos, de tentaciones morbosas que lo asustaron. Chesterton decía: ‹‹era capaz de imaginarme los crímenes más terribles en mi cabeza, yo haciéndolos, y sin embargo en la realidad era incapaz de pegar a alguien››. Como a Dostoievski, se le pasaban por la cabeza cosas terribles. Chesterton lo pasó muy mal, estuvo metido en temas de espiritismo y fue escéptico hasta que finalmente descubrió a Dios. Entonces, para salir del agujero donde había caído, dice que decidió elaborar una teoría rudimentaria, que consiste en mirar la realidad como nueva, y dar gracias por todo, incluso por las piedras del camino, a las que llegará a dedicar uno de sus poemas. A mí me llamó la atención. Toda la literatura de Chesterton es luminosa, y esa luz proviene de ese mismo ejercicio: ‹‹mirar el mundo como un niño››.
Entonces me estremece un sentimiento poderoso de chocante gratitud, como si el mundo fuera una gran fiesta a la que todos somos invitados y su anfitrión un Dios que nos seduce.
La estrofa anterior, del poema «Nocturno»[10], evoca a aquella experiencia transcendental que Chesterton sintió. El Asombro es un «sentimiento» inherente a nuestra humanidad y que, en especial, el niño percibe inconscientemente al significado de la mirabilia que contempla. La mirada del niño, que tanta importancia da Chesterton[11], es la puerta que da paso a la fiesta de la Creación, como dice Montiel. De esta manera, esta pasión, que diría Descartes[12], nos transmite además aquel latido primitivo del hombre de las cavernas que Chesterton defendía como un artista y no, como un bruto[13].
P. O. S. ¿No te parece curioso que, viviendo en la más actualizada época tecnológica de la historia, nuestro contemporáneo sea más intranscendente que el hombre primitivo, como decía Chesterton?
J. M. L. Ciertamente. Nunca es bueno generalizar, porque hay hombres y hombres, pero sí es cierto que hay un rechazo a lo trascendente. Hace siglos, por ejemplo, cuando no había farolas, la noche era una negrura total. Entonces un miedo ancestral a la oscuridad se adueñaba de los hombres porque había cosas que no podía controlar, fuera de su alcance. El espacio era desconocido y, lógicamente, ante esos interrogantes surgían los dioses antiguos y las supersticiones. Hoy en día, por la enorme influencia de la ciencia y la tecnología, nos creemos poseedores de una explicación plausible para todo.
P. O. S. Podría decirse, entonces, que la tecnología ha creado un caparazón donde, paradójicamente, la luminosidad de las ciudades nos ciega la contemplación del firmamento; y, por ende, nubla la inquietud ante la existencia.
J. M. L. Yo tengo la impresión de que estamos en una burbuja en la que creemos que lo conocemos absolutamente todo. Pienso que la industrialización, el progresivo fortalecimiento de los medios de comunicación y otros factores, han determinado en gran medida esta situación. Aun así, Walker Percy dice algo interesante: ¿por qué nos interesa más si hay vida en Marte que nuestra propia naturaleza, cuando lo más desconocido todavía son los abismos que alberga el hombre?[14] Walker Percy dice: antes había un consenso tácito, un consenso, es decir, uno leía la Odisea o Balzac… y se identificaba con el código en el que se desenvuelven sus personajes, pero ahora se ha desmoronado el consenso y ha surgido la relatividad, y entonces cada uno tiene su propia verdad. Ninguna opinión es más válida que otra. ¡Todo es subjetivo!
Pues bien, en esta neurosis colectiva, dice Percy, el hombre tiene que volver a ser como Robinson Crusoe en su isla, es decir, el habitante de un entorno vacío de significado. Tiene que ir recolectando pistas con esa extrañeza de la que hablaba, porque ahora, roto el consenso, hay que partir de cero… O sea, Dios ya no existe, se han abolido o se quieren abolir todas las premisas antiguas, y el hombre tiene otra oportunidad para el descubrimiento, o mejor, para el redescubrimiento. Por eso pienso que esta situación es buena para volver con frescura a los orígenes, a lo esencial.
No tengo nada en contra de la ciencia. Convivo con la radio o el teléfono, […] No seré yo quien niegue las ventajas que avances como estos nos otorgan y los arroje en bloque al anatema […] No se trata de huir de la ciudad buscando la caricia de lo exótico o movido por afanes naturalistas. Se trata de habitar un escenario que propicie el asombro que nos niega esta ciudad donde los hombres sólo adquieren un valor establecido en función de sus salarios.
Wendell Berry, perspicaz y prolífico escritor norteamericano, señala que «tratar la vida como algo mecánico o predecible o comprensible, es reducirla»[15]. Esta reflexión es la que Montiel, tanto en los versos precedentes así como en su respuesta, quiere hacernos comprender. Pero no se trata, como ya comentaba en la introducción, de estar en contra de la técnica, ni de su desarrollo, ni de prescindir del cuenco de Diógenes para aislarse en la comunidad de los amish. No podemos obviar los logros y los avances que hemos alcanzado gracias al progreso técnico. Por ejemplo, el poder compartir el presente estudio a través de una revista digital por medio de Internet o, como expresa Montiel en el mismo poema[16]:
Convivo con la radio o el teléfono, mi vida es desplazada por un coche muchas horas al día y escribo en un portátil.
Ahora bien, la crítica que tanto Montiel y Berry realizan a la técnica es por la dominante superstición moderna que la enaltece por encima del hombre. Es decir, la técnica ha dejado de ser un medio para hacer creer que es un fin. Sin embargo, la raíz de esta superstición, que rápidamente la podríamos enmarcar en la posmodernidad consultando los estudios de los ensayistas franceses (F. Lyotard, G. Lipovetsky, A. Finkielkraut, P.Muray, J. Baudrillard o J. Pascal Bruckner)[17], el rumano Emil Cioran[18] o a través del norteamericano W. Berry, la podríamos intuir ya, como también advierte Montiel, en la industrialización.
Al igual que ocurre en nuestra época, el proceso de industrialización, entendiéndolo como un medio, supuso un gran salto y transformación de la estructura económica y sociopolítica. Si bien, algunos intelectuales y artistas decimonónicos, como los posimpresionistas Vincent van Gogh o Paul Gauguin, comenzaron a pincelar el resultado de la incitación industrial a instigar la dignidad de sus contemporáneos. Como paradigma, Los comedores de patatas de van Gogh. Aquí Vincent, mediante una paleta sombría, la estética del feísmo como la deformación de la fisonomía de los rostros y unos personajes anónimos, quiso representar el realismo social de sus contemporáneos. Un pueblo agotado, cosificado y neutralizado tras un largo día de trabajo y sin una digna remuneración, como así muestra la vestimenta y la alimentación representada.
Pues bien, Montiel también refleja esta crítica mecanicista en los siguientes versos, anteriormente mencionados: «esta ciudad donde los hombres sólo/adquieren un valor establecido/en función de sus salarios». Así, en este egocentrismo donde se ha construido los cimientos de la apatía y desidia contemporánea, del realismo «del qué-más-da»[19] como diría Lyotard, o de las ilusorias apariencias y de la anestesia vital, la riqueza, que utilizada virtuosamente al igual que la técnica no debería de ser perniciosa y sí subsidiaria, se convierte en un vicioso metal que cosifica a la persona. Esta neutralización, sumado a unos mass media como recordaba Montiel alejados de la honestidad, de la ética y de la virtud, no solo estimulan al Homo Videns de Sartori, sino que le pervierte la percepción, y el tomar conciencia de la transcendencia de lo cotidiano. Asimismo lo plantea Montiel en algunos versos de su poema «Niños perdidos»[20]:
Y DE PRONTO nacidos en una edad sin guerras arrojados al tiempo y al asfalto nos llenaron de ropa y golosinas y en cada habitación una pantalla quitándonos la risa del columpio […] no pudimos emplear la magia de otros niños que convierten los parques en veleros y hacen del charco un mar embravecido con ahogados y cantos de sirena. Obligados a estar agradecidos por tener todo el mundo fabricado a nuestro alcance hicieron de nosotros compradores de tiempo y de futuro.
Sin embargo, como también el poeta nos recuerda en otros de sus versos[21], en nuestra época, la posnáusea, donde la reducción, La (des)educación que diría Chomsky, y otras aberrantes tergiversaciones que son los pilares de la sutil desubicación existencial, del «sucediendo» sin transcender, de la desintegración del Hombre… es una ocasión para, como decía Montiel anteriormente, «volver con frescura a los orígenes, a lo esencial». Una oportunidad para renacer al homo contemplativus.
Radica la misión en rescatar al hombre y enfrentarlo a su destino de criatura capaz de sorprenderse.
P. O. S. ¿Por qué transcender lo cotidiano?
J. M. L. El asombro hace transcender cualquier elemento de la realidad, hasta lo más cotidiano. La poesía toma un elemento, cualquiera, y lo rescata de la normalidad. Es lo que dice Ángel Crespo en uno de sus aforismos: “el poeta toca una flor y la convierte en flor. Y no hay metamorfosis más profunda”. Yo creo que la realidad es altamente simbólica, desde las señales de tráfico, la grafía, los colores, los semáforos… Vivimos empleando símbolos, cosas que significan, que nos trasportan a un significado. La poesía no es un truco que torna lo horrible en algo hermoso. Es justamente lo contrario: descubre que lo que parece cotidiano es milagroso.
[…] Consiste en aferrarse a lo fugaz, Trocar lo cotidiano en amorosa permanencia, predisponer los ojos al asombro.
Los versos precedentes y posteriores pertenecen al poema «Alquimia de las horas»[22] donde Montiel, al igual que transmite uno de sus haikus «Cazar la risa./Trocar lo cotidiano/en milagroso»[23], expresa aquel aforismo de Ángel Crespo que Montiel nos compartía. La naturaleza no transciende porque nosotros nos percatemos de su belleza. La naturaleza es en sí, transcendente. Uno no hace el esfuerzo para que transcienda porque, como dice Montiel, «descubre que lo que parece cotidiano es milagroso».
No hace falta escapar de la ciudad y habitar con el viento las montañas. […] La santidad se encuentra en este plato que enjabono para que coman otros, en este viejo libro que me gusta y que abandono para poner la lavadora, en el camino hacia el supermercado para que tú descanses.
P. O. S. Para finalizar, ¿crees que el compartir el Asombro, a través de este poemario, puede hacerlo recobrar en nuestro contemporáneo?
J. M. L. No puedo pretender que la lectura de mis poemas genere una única respuesta. Pueden que el lector diga: “oye, pues es verdad lo de las preguntas de antes, de dónde soy y de dónde vengo”… pero la respuesta yo no se la puedo dar, porque muchas veces ni siquiera la tengo yo. Me contento con que el texto genere una inquietud interior.
Los versos anteriores pertenecen al poema “Terror del hombre asombrado”[24] y muestran la inquietud del poeta ante la muerte, “Ella”, y el peligro de olvidarse de la maravillosa locura de ser ciertos; de olvidarse del Asombro por el milagro de existir. Por eso, los versos posteriores, a la simbólica muerte, recuerdan lo que en otro momento de este análisis se ha hecho hincapié. La situación actual de nuestro contemporáneo es una oportunidad para renacer la admiración, para no lamentar “las horas que aburrí”.
Mi único temor -y aquello que sería un auténtico infierno- consiste en presentarme frente a Ella el día en que se acerque a entrevistarme con los ojos vacíos de extrañeza saber que traté como trivial lo sorprendente querer volver atrás para asombrar las horas que aburrí
Para finalizar, me gustaría recordar, en este marco de Placer adámico que el poeta granadino nos ha compartido, a la bióloga y conservacionista norteamericana Rachel Carson. Carson, en su pequeño pero profundo ensayo El sentido del asombro se pregunta: «¿cuál es el valor de conservar y fortalecer este sentido de sobrecogimiento y de asombro, este reconocer algo más allá de las fronteras de la existencia humana?, ¿es explorar la naturaleza solo una manera agradable de pasar las horas doradas de la niñez o hay algo más profundo? Yo estoy segura de que hay algo más profundo, algo que perdura y tiene significado. Aquellos que moran, tanto científicos como profanos, entre las bellezas y misterios de la tierra nunca están solos o hastiados de la vida. Cualquiera que sean las contrariedades o preocupaciones de sus vidas, sus pensamientos pueden encontrar el camino que lleve a la alegría interior y a un renovado entusiasmo por vivir»[25]. Por eso, para concluir y como diría Chesterton, “necesitamos, pues, considerar el mundo de tal suerte que podamos fundir la idea del asombro con la idea del bienestar; que, en suma, necesitamos ser plenamente felices en esta tierra de las maravillas, con pasarlo medianamente”[26]. Que así sea.
[1] H. Alfeyev: El misterio de la fe. Una introducción a la teología ortodoxa. Granada, Nuevo Inicio, 2014, p. 82.
[8] Ibídem, pp. 22 – 23.
[9] Ibídem, pp. 15 – 16.
[10] Ibídem, p. 17.
[11] “Se trata de algo muy superior y más simple, tan superior y tan simple que cuando lo exponga por primera vez sonará infantil. Y, en efecto, es infantil en el sentido más elevado de la palabra y es la razón por la que en cierto sentido, he tratado de ver esta apología a través de los ojos de un niño”. G. K. Chesterton: El hombre eterno. Madrid, Ediciones Cristiandad, 2009, p. 43.
[12] El filósofo francés Fabrice Hadjadj explica, en su ensayo El paraíso en la puerta, la postura cartesiana de la admiración, como pasión, en la obra Las pasiones del alma de René Descartes: “Las Pasiones se sitúan más en el orden existencial y comienzan por la admiración. Se trata, para Descartes, el primer pathos del alma: antes de captarlas como cogito, primero soy sorprendido por las cosas. Sin esa admiración que me hace experimentar el orden misterioso y radiante de los seres – espléndidos efectos cuyas causas se me ocultan – yo no me pondría en busca de la verdad, no revocaría como dudosas las opiniones vacilantes. Esas opiniones, sin duda, las he recibido ‘desde mis primeros años’, dice Descartes, y el cartesiano podría sospechar, por lo tanto, de todo lo que procede de la infancia y de su debilidad. Pero esa crítica de la infancia se hace partiendo de una energía recibida en esa misma infancia – la energía de la admiración”. F. Hadjadj: El paraíso en la puerta. Ensayo sobre una alegría que perturba. Granada, Nuevo Inicio, 2011, p. 166.
[13] Dice Chesterton que “continuamente se arguye, sin ningún tipo de explicación o autoridad, que el hombre primitivo agarraba un palo y golpeaba a la mujer antes de llevarla consigo. (…) La cueva no era la cámara de ningún sanguinario pirata, llena de esqueletos de esposas asesinadas, o abarrotada de cráneos femeninos, alineados y resquebrajados como si fueran huevos. (…) El personaje que se presenta a nuestros ojos es un personaje muy humano e incluso humanizado. No se trata ciertamente de un personaje inhumano, como la idea que defiende la ciencia popular”. El arte de las cuevas “son dibujos o pinturas de animales; realizados no sólo por la mano de un hombre, sino por la de un artista”. G. K. Chesterton: op.cit., pp. 39 – 45.
[14] Montiel López comenta en su artículo “Walker Percy o la novela como diagnóstico” que “Toda la obra de Percy se sostiene sobre esta afirmación: Algo falla en el hombre de nuestro tiempo. ¿Por qué se siente tan triste en el siglo veinte?, ¿por qué se siente tan mal en la misma era en la que, más que en ninguna otra, ha conseguido satisfacer sus necesidades y utilizar el mundo en su provecho?, o ¿Por qué ha entrado en una orgía de guerras, asesinatos, torturas y autodestrucción incomparable en la historia en el mismo siglo donde esperaba ver la paz universal y la fraternidad?”. Montiel López, J. “Walker Percy o la novela como diagnóstico”. Ibi Oculus 6 (2013).
[15] W. Berry: La vida es un milagro. Un ensayo contra la superstición moderna. Granada, Nuevo Inicio, 2013, p. 19. Asimismo, el filósofo canadiense G. P. Grant defiende que “todas las afirmaciones teóricas modernas, especialmente las de las ciencias humanas, puede mostrarse que son meras expresiones de ese olvido de la eternidad que ha caracterizado el advenimiento de la tecnología”. W. T. Cavanaugh. Ser consumidos. Granada, Nuevo Inicio, 2011, p. 14.
[16] J. Montiel López: op.cit., pp. 31 – 32.
[17] Cf.: La condición postmoderna, de F. Lyotard; La era del vacío, de G. Lipovetsky; La derrota del pensamiento, de A. Finkielkraut; El imperio del bien, de P. Muray; Cultura y simulacro, de J. Baudrillard, La euforia perpetua, de P. Bruckner, et al.
[18] Emil Cioran comenta que el hombre, “se aleja todos los días un poco más de su antigua inocencia, pierde sin cesar la eternidad”. De esta manera, prosigue Cioran, “inadaptado y extenuado y, sin embargo, infatigable, sin raíces, conquistador precisamente por estar desarraigado, nómada aterrado e indómito a un tiempo […] en lugar de limitarse al sílex y, en materia de refinamientos técnicos, a la carretilla, inventa y maneja con una destreza de demonio herramientas que proclaman la extraña supremacía de un deficiente, de un espécimen biológicamente desclasado, cuya elevación hasta una nocividad tan ingeniosa nadie habría podido adivinar”. E. M. Cioran: La caída en el tiempo. Barcelona, Tusquets, 1993, pp. 15 – 16.
[19] J. F. Lyotard: La posmodernidad (explicada a los niños). Barcelona, Gedisa, 2008, p. 18.
[20] J. Montiel López: op.cit., pp. 24 – 25.
[21] Ibídem, p. 32.
[22] Ibídem, p. 21.
[23] Ibídem, p. 40.
[24] Ibídem, p. 43.
[25] R. Carson: El sentido del asombro. Madrid, Encuentro, 2012, p. 44.
[26] G. K. Chesterton: Ortodoxia. Madrid, Alta Fulla, 2005, p. 5.