Cuentos que traspasan fronteras. Una aproximación a los relatos africanos de transmisión oral

por Blanca Álvarez de Toledo


Los relatos de transmisión oral cobran una importancia singular en culturas como la africana, donde la oralidad lo es casi todo. Su procedencia de la tradición oral imprime una serie de notas características a este tipo de relatos: trama sencilla, fragmentación, musicalidad, repeticiones, importancia de los elementos kinésicos y la abundancia de relatos metadiegéticos, es decir, la inserción de relatos de segundo grado dentro del cuento, como pueden ser canciones o narraciones de historias secundarias hechas por un personaje. Estos rasgos convierten al cuento en un auténtico “acontecimiento colectivo” (Marie-Claire Durand Guiziou (ed.): Mosaico de cuentos africanos, Gobierno de Canarias, 2007. Disponible en http://www.webs.ulpgc.es/canatlantico/pdf/17/123/371.pdf).

Entre este tipo de narraciones destacan las fábulas, las leyendas, los relatos mitológicos y los maravillosos. De todo esto hay en la tradición cuentística africana, tal y como se desprende de la antología titulada Mosaico de cuentos africanos, que recoge quince cuentos procedentes de países del espacio francófono. En ellos detectamos una exaltación de la oralidad, como demuestra, por ejemplo, la abundancia de canciones que entonan los personajes [cf. ibíd.: 33-35, 49, 83-84, 175]. Estos relatos recurren con mucha frecuencia a unos mismos temas: “vida y muerte, pobreza, huérfanos y madrastras, defectos humanos, vicios y taras […], reyes y princesas, matrimonios polígamos y rivalidades entre esposas […] [ibíd.: 13]. Late en ellos la veneración de la experiencia de los ancianos como portadora de la verdadera sabiduría. A través de los cuentos africanos puede atisbarse también su comprensión de la realidad tamizada por sus creencias animistas [ibíd.: 177]. Además, estos cuentos no están exentos de una cierta crítica hacia determinados aspectos de la contemporaneidad, como el abuso de poder, la corrupción o la injusticia [ibíd.: 12].

LIBRO

La antología Mosaico de cuentos africanos presenta los relatos siguiendo un criterio geográfico. Encontramos cuentos de Mali, de Guinea, de Benín, del Congo, de Camerún y de Burkina Faso. Aquí transcribimos una muestra, pero seguimos un criterio formal para nuestra elección. Así, distinguimos cuatro tipo de relatos: mitológicos, legendarios, maravillosos y fábulas. Los primeros son relatos explicativos de un aspecto de la realidad y en ellos suele intervenir alguna deidad. Es el caso del cuento que encabeza la antología, “¿Por qué las parejas son lo que son? “ [ibíd.: 32-38].

Los relatos legendarios son esencialmente admirativos y no persiguen tanto la instrucción, cuanto la evasión de la vulgaridad cotidiana. Los personajes legendarios tienen cualidades sobrehumanas y sus actos apuntan la grandeza épica. Los hechos que relatan las leyendas tienen una fundamentación que es o parece histórica. Como ejemplo de relato legendario hemos escogido “El cántaro” [ibíd. 132-140], que presenta una estructura de viaje en el que el protagonista tiene que pasar determinadas pruebas para alcanzar su fin.

Otro tipo de relato que figura en la antología es aquel que se presenta desde su comienzo como “realista”, es decir,respetando los límites de lo que resulta verosímil, pero cuyo significado se manifiesta al final con la irrupción de lo maravilloso-religioso. Es lo que ocurre en “El árbol del perdón” [ibíd.: 118-120] y el milagro con el que se cierra la narración.

Por último, las fábulas son bastante frecuentes. Lo más característico de estas narraciones es la marcada intención didáctica, manifestada en una moraleja final, y la personificación de los animales. La fábula que hemos escogido en nuestra transcripción es “La batalla de los dos gallos”, que no difiere mucho de nuestras fábulas occidentales.

Estos relatos son tan sólo una muestra de la enorme riqueza que esconde una tradición oral capaz de reunir a todas las generaciones alrededor de la hoguera de un pequeño poblado africano; y capaz también, con esta antología, de atravesar fronteras y zarandear los cimientos de nuestro inquebrantable Occidente.

INTRODUCCIÓN


“Por qué las parejas son lo que son…”

Traducción de María de los Angeles Sánchez Hernández

Leyenda peul

¿Saben por qué el hombre de bien es a menudo el esposo de una mujer insignificante
y la mujer valiente la esposa de un inepto? Es un hecho que comprobamos,
pero cuyas causas se nos escapan. La leyenda peul nos explica las razones.

Cuando Dios terminó de crear al género humano, distribuyó virtudes y defectos tanto entre los hombres como entre las mujeres.

Un día, hizo llegar a su lado a todas las mujeres. Y les dijo:

-«¡Mujeres! Mirad al horizonte y decidme lo que veis.

-Señor, respondieron, vemos un sol radiante alzarse sobre la tierra. Todo parece festejar su aparición. A medida que se va elevando recto hacia el cielo,todo lo que parecía estar muriéndose renace de nuevo».
Dios dijo:

«¡Mujeres! Hasta aquí no habéis conocido más que momentos difíciles en la noche de los tiempos. Ahora, va a ser preciso que emprendáis el camino hacia el Paraíso. Unos ángeles velarán por vosotras a lo largo del recorrido; otros os recibirán a vuestra llegada. ¡Nada de desaliento ni lamentos y, sobre todo, ningún desfallecimiento!»

«Yo fui, soy y seré siempre Aquél que advierte. También os aviso de que las casas suntuosas y las joyas de incomparable belleza os serán distribuidas por orden de llegada. Las primeras de vosotras serán las que tendrán mejor dote; poseerán la prioridad en cualquier cosa. Os recuerdo que el Paraíso es una estancia eterna… solamente las más insensatas de vosotras dejarán que otras las adelanten».

«Así prevenidas, partid, mujeres, a la búsqueda de vuestra felicidad…».

Las mujeres emprendieron el camino. Su largo séquito se desplegó y comenzó a fluir como el brazo de un río cuyo cauce va estrechándose. Las más valientes conducían la fila. Los ángeles comenzaron a cantar para ellas.

POR QUÉ LAS PAREJAS SON LO QUE SON

 

Al final del tercer día, las indolentes ya no podían más. «¿Para qué envidiar la gloria de las andariegas? -murmuraron. ¿Quién sabe, a fin de cuentas, el destino que les espera a las primeras que lleguen? El Paraíso es tan grande como el conjunto de los cielos. Las moradas son allí tan numerosas como los granos de arena de todos los ríos y de todo el litoral reunidos. ¿No dicen que superpuestas unas sobre otras, esas moradas comienzan en los abismos y terminan casi en la cima del firmamento? ¿Por qué correr pues y hacer perder a nuestros muslos su suave redondez? ¿Por qué sudar y ensuciar nuestro cuerpo? Vayamos apaciblemente, hermanas, y conservemos nuestra frescura. Cuando lleguemos al Paraíso, siempre habrá una morada para cada una de nosotras. E incluso, aunque las primeras se alojen en habitaciones suntuosas, la marcha forzada hará desaparecer sus carnes. Su aspecto esquelético apagará la belleza de sus moradas y el brillo de sus alhajas».

Dicho esto, las mujeres indolentes empezaron a remolonear como patos demasiado gordos. Para acompasar su lento paso de tortuga, tararearon una canción:

¿Por qué apresurarnos, por qué lamentarnos?
¿Por qué gritar? Si, ¿por qué?
Quien va hacia el Paraíso
no va hacia una tierra árida
en la que la hiena se apodera del cabrito,
en la que el gato de la sabana asalta los corrales.
Entretengámonos por el camino,
interroguemos los mandamientos celestiales.
Sabremos que la pregunta enigmática:
«¿Qué pasó?»
se ha hecho para las mujeres que corren
como corre una gacela escapando del cazador.
Entretengámonos por el camino,
interroguemos los mandamientos celestiales.

Tres días después de la salida de las mujeres, Dios dijo: «Hace tres días y tres noches que las mujeres emprendieron el camino. Lancemos a sus hombres tras ellas».

Dios hizo venir al grupo de hombres. Les dijo:

«No es bueno que el macho permanezca sin hembra. Así que he creado en vuestro honor unas compañeras. Ellas ya salieron hacia el Paraíso. Tienen tres días y tres noches de adelanto sobre vosotros, pero voy a haceros tres veces más fuertes que ellas y os lanzaréis en su búsqueda.

«Cada uno de vosotros, añadió Dios, tendrá por esposa a la mujer que encuentre en su camino, y sólo podrá tener una. Los que se rezaguen por el camino se arriesgan, pues, a quedarse sin compañera. Será peor para ellos. Los condenaré al celibato, no conocerán ni la alegría del hogar ni el privilegio de la procreación, no serán elementos continuadores de la especie. La simiente que he depositado en ellos permanecerá como una semilla seca. Crisparé mi semblante para ellos, y se sentirán muy apenados…».

Los hombres iniciaron el camino. Marchaban cantando:

Cada ser tiene un origen,
cada metal tiene una mina,
cada hecho tiene una causa.
Si Gueno, el Eterno, nos pone en el camino
que nos lleva hacia nuestras esposas,
eso se debe a algo.
Las que serán nuestras mujeres
son, dicen, bellas y bien formadas.
Son apasionadas sin desvergüenza
y apasionantes sin perversión.
Pondrán fin a la pena
que ensombrece nuestros corazones.
¡Vayamos! ¡Caminemos con energía hacia el Paraíso!
Allí encontraremos a nuestras esposas,
¡viviremos en la sabiduría!
La Inteligencia divina se eleva allí
como una montaña gigantesca
de la que se extraen metales preciosos
para adornar la frente de los valerosos y los sabios.
¡Vayamos! ¡Caminemos con energía hacia el Paraíso!
¡Viviremos en la sabiduría,
en la sabiduría, en la sabiduría!…

Después de unas horas de trayecto, los hombres se dividieron en tres grupos:

los Hammadi-Hammadi a la cabeza,

los Hammadi en el centro,

los Hammadi-ndof en la cola.

Las mujeres también se habían repartido en tres grupos:

las Mantaldé a la cabeza,

las Santaldé en el centro,

las Mantakapous en la cola.

El grupo de los Hammadi-Hammadi, compuesto de hombres brillantes, prudentes, emprendedores y valientes, sucumbieron ante el grupo de las Mantakapous; es decir, las últimas mujeres en el orden de valores femeninos. Ignorando que las mujeres más valiosas estaban más adelante, eligieron a sus esposas entre las Mantakapous.

Los Hammadi, grupo de hombres intermedios, sucumbieron ante las Santaldé, mujeres igualmente medianas con respecto a su valía. Tomaron sus esposas entre ellas.

POR QUÉ LAS PAREJAS SON LO QUE SON 2

Durante ese tiempo las Mantaldé, mujeres de gran valía, habían adelantado a sus compañeras de los otros dos grupos y ya habían llegado a las puertas del Paraíso. Los ángeles vinieron a saludarlas y les expresaron sus mejores deseos de bienvenida. Cuando quisieron traspasar el umbral, los ángeles las detuvieron: «Perdón, mujeres, pero aún sois ‘mitades’. Ahora bien una ‘mitad’ es algo incompleto, luego imperfecto, y lo imperfecto no tiene cabida en el Paraíso, esperad a que cada una de vosotras tenga un marido que la complete. Entonces entraréis por parejas, es decir por unidades humanas perfectas.»

Antes de que las mujeres se repusieran de su sorpresa, los Hammadi-Hammadi se presentaron, acompañados de sus esposas, las Mantakapous. Los ángeles exclamaron: «¡Qué misterio! ¿Éstas son las compañeras que Dios os ha reservado?»

Los Hammadi llegaron a su vez, escoltados por las Santaldé.

Finalmente los Haman-ndof, los últimos hombres, llegaron a las puertas del Paraíso con las manos vacías. Forzosamente, las mujeres Mantaldé, las más valiosas, tuvieron que entregarse a ellos para poder entrar en la Estancia celestial.

Y así fue cómo los primeros hombres recibieron en suerte las últimas mujeres, y cómo las primeras mujeres cayeron en manos de los últimos hombres.

Ya en el Paraíso, los hombres más destacados fueron a quejarse a Dios. De común acuerdo con las primeras mujeres, reclamaron un arreglo. Dios dijo:

«Yo no niego un derecho a aquél que lo merece. Pero la inteligencia de mis actos no está siempre a vuestro alcance».

“Mujeres valientes clasificadas como las mejores, aceptad de buen grado a los hombres poco valiosos. Y vosotros, hombres distinguidos, sufrid a vuestro lado las mujeres perezosas y vulgares. Lo he decidido así por sabiduría y presciencia. Si dispusiera todos los valores por un lado y todos los no-valores por el otro, los asuntos del mundo no funcionarían, como un fardo mal repartido a lomos de un buey de carga. No habría ni equilibrio ni estabilidad.En cada giro, el cargamento se volcaría hacia un solo lado y vuestro universo sería aún más difícil de dirigir de lo que ya lo es ahora”.

«Tal como os encontráis emparejados, los hombres de valía impedirán a las mujeres indolentes caer en manos implacables que les quitarían toda la levedad a sus párpados, las mujeres dignas y juiciosas serán el refugio de los hombres disminuidos a los que están unidas por el matrimonio».

«He regulado todo siguiendo una pauta cuyo secreto únicamente lo conozco yo».

«No os odiéis más. No os rechacéis unos a otros con el pretexto de que vuestros valores y vuestros estados son desiguales».

«Amaos los unos a los otros, sobre todo entre mujer y marido. Y proclamad que entre las cosas que me agradan, a mí que soy Dios, el primer lugar lo ocupa la perfecta armonía entre los esposos».


 

El cántaro

Traducción de Eduardo Artiles León

-¡Con que me has roto el cántaro! Ya me lo esperaba. Demasiado has tardado. Ahora ya sabes lo que tienes que hacer… Necesito un cántaro igual al que acabas de romper. Vete a buscármelo a donde quieras pero de ninguna manera podrás volver a poner los pies aquí, en mi casa, sin el cántaro.

Koffi, petrificado, con los pedazos de cántaro a sus pies, miraba a su madrastra.

-¡Cuántas ganas tengo de matarte! ¡Deja ya de mirarme de esa manera! ¿Qué esperas para irte, para marcharte adonde quieras?… pero necesito el cántaro… ¿me oyes?, ¿has entendido?

EL CÁNTARO

Y Koffi se marchó, feliz de irse, de marcharse de aquella casa en la que nunca tuvo un minuto de descanso, un minuto de alegría, pues se había quedado sin madre. Cuanto más se alejaba de la casa donde no había recibido sino insultos, penalidades, castigos, más feliz se sentía y volvía a tomarle aprecio a la vida. Se encontraba con hombres, conversaba con ellos; con animales, y bromeaba con ellos. Ni insultos, ni amenazas, solo risas, afecto, comprensión. Y cuando a todos les contaba su aventura, en su voz y sus miradas, encontraba conmiseración, lástima. Todos le decían: «¿Y pudiste vivir allí, en ese infierno, con ese demonio persiguiéndote continuamente?».

Y él se iba. Y cosa extraña, la vida le parecía cada vez más hermosa a medida que iba avanzando. ¡Ah, qué pequeño había sido su horizonte, qué corto!… Ahora, ante él, ¡el mundo, el espacio! Y ese mundo, lo miraba fijamente, sin lágrimas en los ojos, y ya sin padecer del frío, de las privaciones, de las miserias, de las continuas ansias.

Y Koffi seguía adelante; cuanto más avanzaba, más crecía su confianza en el hombre. Respiraba a gusto el aire saludable, y cantaba con una voz maravillosa que hacía bailar las hojas en las ramas, moverse las ramas en los árboles. Y los árboles, ebrios de melodía, y mecidos por el viento, entremezclaban su cabello moteado de mariposas de todos los colores, y cortejaban a unas abejas quietas.

Koffi, que de su madre no conoció ni una caricia, ni una sonrisa y de la que no conservaba imagen alguna, seguía caminando. Ella cerró los ojos cuando Koffi abrió los suyos al mundo. Fue como si en aquel ancho mundo no hubiera suficiente llama, ni bastante luz para brillar a la vez en los ojos de Koffi y en los de su madre, y que fuera necesario que la mamá transmitiera a su hijo su propia llama. Falleció cuando el niño se encendía a la luz de la vida…

Una noche, llegó cerca de un río tan ancho que la otra orilla se confundía con el horizonte. Y dentro del agua: un cocodrilo tan gigantesco como una montaña. El río, que sobrevolaban las gaviotas, parecía una alfombra lisa, tendida por una mano invisible. En la orilla, se deshacían pequeñas olas, sin su encaje de espuma, de un solo bloque como un terciopelo que se extiende. En la espesura, los cucos cantaban la hora del descanso.

EL CÁNTARO 2

El Cocodrilo miraba fijamente a Koffi con todo el destello de sus ojos color de fuego. A su alrededor, se perseguían unos renacuajos. Buscando cobijo, la hierba se agarraba a las cañas; sus puntas, metidas en el agua, parecían compartir sus secretos, como el viajero que, por la noche, va en busca de compañía en un pueblo. Aleteando apenas, un martín pescador acechaba. La morralla navegaba en forma de escuadra; unos moluscos arrastrando la masa de sus cuerpos espinosos, titubeaban como si estuvieran cargando una cruz. Una araña posada en una hoja iba a la deriva. Y los moluscos, cayéndose una y otra vez y volviendo a enderezarse, dejaban ranuras en forma de estelas en la arena.

El Cocodrilo, abriendo sus fauces repletas de colmillos enormes como ceibas, ennegrecidos, mellados de tanto comer buenas cosas, le dijo:

-Niño, ¿quién te indicó el camino que lleva a mi casa? Desde que el mundo es mundo, ningún ser humano ha venido jamás a estos parajes. ¿Qué buscas? ¿Acaso quieres ser comido a mordiscos?

-Solo soy un huérfano. Si has de comerme a mordiscos, primero escucha mi historia.

Así que Koffi contó al Cocodrilo toda su historia, desde la muerte de su madre hasta el día en que rompió el cántaro.

El Cocodrilo conmovido y derramando lágrimas, lágrimas verdaderas esta vez, contestó:

-Si quisieras frotarme el lomo —venía a tomarme un baño— no solo podrías ver a tu madre, sino que tendrías un cántaro igual al que rompiste.

Koffi, con valor, sin dudarlo lo más mínimo, tomó la esponja, bajó al agua, se subió al lomo del Cocodrilo y se puso a frotar y a frotar ese lomo áspero, agrietado, con asperezas tan cortantes como el machete más afilado, clavos tan afilados como agujas y trozos de escamas en los cuales el jabón no hacía espuma. Koffi frotaba y volvía a frotar el lomo, y de sus dedos entallados, de sus manos desgarradas corría la sangre que enrojecía el agua. Pero no lloraba. Tras este aseo laborioso, el Cocodrilo le dijo:

-Súbete a mi lomo.

El niño se subió y se marcharon.

Una buena mañana, se encontraron delante de una puerta una puerta pequeñita, muy sucia. Y el Cocodrilo ordenó: «con tocarla basta».

El dedo de Koffi no había rozado aún la puerta, cuando se produjo un estruendo, un ruido cargado de mil truenos y de miles de montañas que se derrumban a la vez. Y ante sus ojos, ¿qué ve? Un ser extraño que apestaba, que estaba impregnado de todos los hedores del mundo, un ser cuya cabeza se perdía en el cielo y los pies en el suelo. Al caminar, dicho ser hendía el cielo y la tierra.

-¿De dónde vienes, niño imprudente? ¿Quién te trajo hasta aquí? ¿Qué es lo que quieres?

El Cocodrilo había desaparecido tan pronto como el monstruo apareció. Koffi estaba solo, su corazón quería forzar las costillas e irse. Pero las costillas contra las que se precipitaba, le resistían. Koffi se callaba, mudo de espanto.

-¿Qué es lo que quieres?

Koffi, volviendo en sí, le contó toda su historia, desde la muerte de su madre, hasta el momento en que vio al Cocodrilo.

-Peíname, le dijo el ser extraño.

Koffi se puso a peinarlo. El más diminuto pelo que caía hacía temblar la tierra. Se veían árboles titubear, juntarse los unos con los otros y desplomarse juntos tras agarrarse siempre por el ramaje; las montañas se tambaleaban. Y el cabello apestaba: un hedor sofocante, irrespirable.

Pero Koffi lo peinó. Nunca supo cuánto tiempo duró la operación. Pero cuando terminó, el ser extraño le murmuró:

-Vuélvete.

Koffi se dio la vuelta.

-Mírame.

Koffi temblaba. Delante de él se encontraba un Diablo aún más espantoso que el Cocodrilo y que el ser extraño. Habría querido volver de donde venía, estar lejos de estas tierras. Habría querido correr. Sí, era preciso correr, huir de estas apariciones, volver al mundo de los seres humanos. Corría y corría, sin aliento. Pero, extraño fenómeno, no se movía de su sitio. Quería gritar. Gritaba y gritaba con todas sus fuerzas. Pero ningún sonido salía de su boca abierta del todo. Y ahí estaba el Diablo, y con una voz más atronadora que las del Cocodrilo y del ser extraño, le gritaba:

-¿De dónde vienes? ¿Quién te ha traído a este país en el que nunca los hombres han puesto el pie? ¿Qué es lo que buscas al venir hasta mí?

Koffi una vez más, le contó su historia, desde la muerte de su madre hasta el encuentro con el monstruo cuya cabeza se perdía en el cielo y los pies en la tierra.

Entonces el Diablo lo llevó a un lugar tenebroso. La oscuridad era opaca, densa palpable. Oponía resistencia al pasar. Y allí había seres que hablaban, se reían cantaban, bailaban. ¿Cuándo tiempo llevaban caminando? Koffi no lo supo nunca. De repente, se vieron a plena luz en una montaña alta, muy alta.

El Diablo, dándose la vuelta hacia Koffi, le preguntó:

-¿Qué viste en la habitación de donde acabamos de salir?

-Nada.

-¿Qué oíste?

-Nada.

-Déjate caer desde esta montaña.

Al pie de la montaña, a lo largo de kilómetros y kilómetros de distancia, hasta donde alcanzara la vista, estaba la niebla. No se alcanzaba a ver ningún árbol. Ningún ruido perceptible. Y sobre aquella niebla, el sol resplandeciente.

Koffi se dejó caer desde la montaña, y al pie de esta, se volvió a encontrar con el Diablo que le entregó dos llaves, no sin darle la siguiente orden:

-Sigue tu camino.

-Pero, ¿y estas llaves?

-Verás, en tu camino te encontrarás con dos puertas, una a la derecha y otra a la izquierda. Abre la de la derecha cuidándote bien de no rozar la de la izquierda.

Así se fue Koffi. Al llegar a las dos puertas, abrió la de la derecha. Era la puerta del pueblo de las mujeres ancianas.

-¿De dónde vienes, niño y adónde vas?

Koffi minuciosamente contó su historia una vez más. Cada una quiso oírla para poder contarla a su vez. Y a cada una le contó la misma historia, sin una palabra de más, sin una palabra de menos.

-¿Quieres ir a ver a tu madre para conseguir un cántaro idéntico al que has roto?

-Sí.

-Antes de marcharte, tienes que peinarnos, arreglarnos las uñas de las manos y de los pies; ir a buscarnos agua, lavarnos y vestirnos.

Ahora bien, ese pueblo era un mundo de viejas ancianas canosas, maltrechas y que marchaban titubeando con sus bastones. Cuando se levantaban, se oían crujir sus articulaciones. Algunas ni siquiera podían enderezarse y se iban con el bastón en la mano derecha para apoyarse v con la mano izquierda en la cadera como para acallar sus gritos de dolor.

Koffi, ante esta nueva prueba, se sometió con solicitud y sonrisas. Iba y venía contando bonitos cuentos a todas esas ancianas que se reían dándose palmadas en los muslos o agarrándose el vientre.

Al final de las pruebas, y encontrándose muy satisfecha, la más anciana de las mujeres entregó a Koffi dos cantimploras indicándole dónde y cuándo tenía que arrojar la primera.

Koffi se puso en marcha nuevamente. En el lugar indicado, arrojó la cantimplora. En cuanto esta llegó al suelo, Koffi se encontró en compañía de su madre, quien le entregó otras tres a cambio de la llave y de la segunda cantimplora. Y le dijo:

-Al salir de este pueblo, arroja esta primera cantimplora. En seguida te encontrarás en tu pueblo. Las otras cantimploras contienen tus riquezas; aquí tienes el cántaro que buscabas.

Koffi, lleno de alegría, se llevó las cantimploras y el cántaro. Ese cántaro, ¡por fin lo tenía! ¡Pero al precio de cuántas penalidades, de cuántos sufrimientos! La historia del Cocodrilo, del ser extraño, del Diablo, de las ancianas, le habría parecido un sueño si no conservara aún cicatrices en las manos y si no tuviera un cántaro y unas cantimploras.

EL CÁNTARO 3

Arrojando la primera cantimplora, de repente se encontró en su pueblo. Pero había envejecido tanto que ya no lo reconocían. Habían olvidado que un día, hacía mucho tiempo, un huérfano se marchó de su pueblo en busca de un cántaro, el cántaro con el que regresaba. Hacía tantos años de eso que los ancianos se esforzaban realmente para recordarlo. Formulaban la pregunta al humo de sus pipas, a sus blancas barbas, a la saliva que se les caía… rascándose la cabeza para hurgar en un montón de recuerdos.

Koffi entregó el cántaro a sus parientes. Al romper la primera cantimplora, salieron castillos por doquier. Brotando de la tierra, se veía salir, uno tras otro, los castillos de oro que no se podían mirar bajo el sol del amanecer y seguían apareciendo continuamente. Hasta donde alcanzaba la vista, eran castillos de donde salía el sol, y en los, que por la noche, el sol se ponía. De la segunda cantimplora, salieron hombres, riquezas, mujeres, niños. Todos para habitar los castillos.

Koffi se había convertido en rey.

La madrastra no podía soportarlo. Quería para sus hijos una suerte similar, incluso más gloriosa. Para ella, era una obsesión. Llegó a perder el sueño y el apetito. En su corazón, la envidia había hecho crecer raíces tan gruesas como las de una ceiba, tan sólidas y profundas como las de una caoba, había tejido telas más tenebrosas y más pérfidas que los de una araña. Y cuando amanecía, en sus oraciones, le rogaba al sol que hiciera derretirse todos aquellos castillos de oro. Pero el sol, como para provocarla, lucía tranquilamente haciendo relucir todos los castillos cuyos rayos le llegaban como flechas al corazón, un corazón que cada día se hinchaba de envidia, se inflamaba.

Una buena mañana, saliendo de su choza, antes incluso de haberse lavado la cara, agarró a su hijo mayor y ¡pum! ¡pum! ¡pum!

-¡Sinvergüenza! ¡Y tú durmiendo, comiendo, riéndote! Mira estos castillos. Los necesitas. Los necesitamos. Y en mayor cantidad, castillos de diamante que cubran toda la tierra. ¡Venga! ¡Hazte rico como Koffi!

Empujando a su hijo mayor por la nuca, lo puso en camino.

El hijo mayor, como si lo empujara el viento, emprendió el viaje.

Al ver al Cocodrilo en el camino del río, exclamó:

– ¡Oh! ¡oh! ¡qué cocodrilo tan malo! ¡Qué monstruo, Dios mío!

-¿Quién te manda, niño?

-Mi madre.

-¿Y adónde vas así?

-A conseguir riqueza y poder como Koffi.

-¿Ah si? ¡Pero él era muy amable!

-No más que yo.

-Lávame el lomo y te ayudaré.

-Yo, ¿lavarte el lomo, el lomo de un cocodrilo? ¿Tu lomo con sus púas, sus agujas, y todas las suciedades acumuladas de ni se sabe dónde?

-¡Venga! Lávame el lomo.

-Mi madre no me ha mandado para lavar lomos sino para buscar fortuna y poder. Lomos por lavar, en el pueblo los hay, y espaldas muy lisas, espaldas de hombres y no lomos de cocodrilos. Te pido que me ayudes a cruzar el río.

Dócil, el cocodrilo, le dijo:

-Súbete a mi lomo y marchémonos. Allá, a donde vas, encontrarás lo que encuentres.

-¿Y qué voy a encontrar?

-Lo que buscas. Súbete.

Y el muchacho se subió. El cocodrilo lo dejó delante de la puerta que al abrirse descubrió al monstruo cuya cabeza tocaba el cielo y cuyos pies se hundían en el suelo. En seguida, el muchacho se puso a gritar.

-¡Qué veo! ¿Qué es esto? ¿Y tú cómo te llamas? ¿Pero dónde está tu cabeza? ¿Y tus pies? ¿Y qué pelo tienes? ¿Ramajes? ¿No tienes piojos?

-Córtame el pelo.

-¿Eres tú quien apesta así? Desde que tu madre te echó al mundo ¿te has lavado alguna vez, monstruo asqueroso?

-Córtame el pelo.

-¡Ah! ¿Crees que vengo para cortar el pelo? Si fuera para eso, me habría quedado en el pueblo. He venido para enriquecerme, para ser tan poderoso como Koffi.

-Sigue tu camino. Encontrarás lo que encuentres.

-¿Y qué encontraré?

-Lo que buscas.

Y el ser extraño lo llevó a casa del Diablo quien, a su vez, lo condujo a lo alto de la montaña; de ahí, le ordenó que se marchara donde estaban las ancianas cuyas articulaciones parecían grúas gigantes con falta de aceite. Iban y venían las ancianas, con una mano apoyada en la cadera y la otra en un bastón. Su pelo era tan canoso como el blanco algodón. En su boca, ni un solo diente.

-¡Qué país! ¡Qué esperáis para moriros! Apuesto a que todas sois brujas. Sois las que matáis a los jóvenes cuya belleza y juventud anheláis… No me miréis así, malditas brujas… A mí, no me vais a matar… Ninguna de vosotras conseguirá chupar el tuétano de mis huesos….

Pero todas las ancianas, al precipitarse hacia él, gritaban:

-¡Córtanos el pelo! Límpianos las uñas de las manos y de los pies; lávanos; vete a buscarnos agua; Sólo así te ayudaremos.

-¿Ayudarme vosotras a mí? Iba incluso a pediros los mismos favores, pues, yo también os puedo ayudar, ayudar a morir.

Y la más anciana de todas, al entregarle las cuatro cantimploras, le dijo:

-No sabes lo que te espera. Con esta primera cantimplora, tan pronto como la hayas tirado al suelo, te encontrarás en casa. En cuanto a las otras que aquí tienes, rómpelas y ya verás lo que hay.

El muchacho tiró la cantimplora al suelo y se volvió en encontrar en casa, en compañía de su madre, loca de alegría.

-¡No tardaste nada! ¡Y nos traes riqueza y poder! ¡Dame estas cantimploras! ¿Dónde vamos a guardarlas? ¿Por qué guardarlas? Mejor romperlas en seguida… en seguida para que al lado de aquellos castillos se levanten los nuestros… ¡Gracias, hijo!… Ven aquí para apretarte contra mi corazón que has aliviado de un enorme peso. ¡Ah si no te hubiera empujado por la nuca aquella mañana, todavía estarías aquí mirando cómo el sol se levanta desde estos castillos que pronto van a quedar eclipsados por los nuestros… ¿Cómo hay que agarrar las cantimploras? Así, ¡agarrémoslas así y que el mundo entero se cubra de castillos, de nuestros castillos!…. ¡Cómo late mi corazón! Escúchalo. ¡Cómo tiembla mi mano! ¡Mírala hijo mío! Mira todos estos castillos de oro, de un momento a otro, van a desaparecer de una vez. ¡La riqueza, la tenemos en esta cantimplora! El poder, en esta otra. Gracias, hijo mío. Ahora respiro, ahora vivo. Puedo mirar al sol, levantar la cabeza. ¡Que a partir de ahora luzca más aún el sol y que extienda sus rayos desde nuestros castillos por todo el universo.

Así fue como la mujer arrojó la cantimplora al suelo con todas sus fuerzas. En seguida salieron leones, tigres, chacales, todas las fieras del mundo. Para conjurar la suerte, rompió una segunda cantimplora. Brotaron llamas por doquier, del cielo, de la tierra, del viento, de las piedras, de las montañas. Todo a su alrededor estaba en llamas. Los perseguían las fieras. Ellos corrían y seguían corriendo. Las llamas cada vez más rápidas, por todas partes les impedían la retirada, los rodeaban, formando una alta, altísima e inmensa torre roja.

La tercera cantimplora fue arrojada y enseguida se abrió la tierra, se los tragó y se volvió a cerrar. Al caer el sol brillaban con todo su resplandor los castillos de Koffi.

Y desde que tuvo lugar aquella desventura, ya no se maltratan a los huérfanos en tierra africana.


El árbol del perdón

Traducción de Marie-Claire Durand Guiziou

Takouloukouzet

Kamma nació en una familia acomodada de la tribu de los tuaregs, que se desplazaba como nómadas de un lado a otro del macizo de Takouloukouzet. Allí conoció una infancia feliz y hondamente impregnada de fe religiosa.

Sin embargo, desde la adolescencia, empezó a mostrar una falta de interés por la educación que recibía y por la religión: robaba los animales de los vecinos, más por placer que por necesidad, dado que no le faltaba nada en casa de sus padres; molestaba a las pastoras y, cada vez con mayor frecuencia, las quejas llegaban a casa.

Con diecisiete años, ya era un mozo fuerte; provocaba sangrientas peleas en el campamento, durante las cuales hería siempre a sus adversarios, dado que era un campeón en el manejo de la takouba.

Una buena mañana, tomó las armas, ensilló su camello y abandonó el campamento para siempre; fue el principio de una vida azarosa jalonada de llantos y de sangre.

En efecto, pronto adquirió una siniestra fama sembrando el terror por dondequiera que pasara.

Se había unido a un grupo de bandoleros y muy pronto se convirtió en su jefe; juntos, atacaban las caravanas, masacraban a los que se les resistían y se llevaban el botín a las grandes ciudades del Sur para venderlo y vivir la vida.

Los combates eran a veces terribles y muchos de sus acólitos habían muerto en los enfrentamientos; su pandilla se reducía y los hombres empezaban a debilitarse con la edad, pues ya habían pasado muchos años.

Un buen día, fueron cinco en atacar una caravana con quince hombres, pero fue la última: sólo Kamma logró salvarse; tenía cincuenta años.

A esa edad, era difícil rehacer su vida, por lo que siguió robando en solitario. Era un paria; ya no podía ser miembro de ninguna tribu y vivía como un vagabundo condenado a permanecer solo el resto de su vida. A veces hacía el balance de su vida y se arrepentía seriamente de sus actos, echaba de menos a su tribu, a sus padres, y sobre todo su fe que había abandonado desde hacía años.

Un buen día, llegó cerca de una vieja mezquita, donde vivía como ermitaño un sabio morabito. Se acercó al hombre santo, lo saludó y se apresuró a contarle su vida: su juventud tumultuosa, el bandidaje, las masacres, las violaciones, los llantos de las viudas y de los huérfanos; nada le ocultó y, al final de su relato, le preguntó al marabú si podía esperar el perdón divino.

EL ÁRBOL DEL PERDÓN

Dada la edad del ladrón, el morabito recapacitó durante un largo rato, luego le señaló el tronco rugoso de un viejo árbol seco desde hacía tiempo y le dijo:

-El día en que este árbol vuelva a florecer, serás perdonado.

Ante esa terrible respuesta, el viejo bandolero miró el árbol muerto, dio las gracias al sabio morabito y siguió su camino.

Había pensado que podría contar con el perdón cambiando de vida pero, dada la respuesta del morabito, había decidió robar durante el resto de sus días.

Ahora robaba todo lo que encontraba: cabras, ovejas, telas, sillas de montar camellos, comida; a veces incluso no robaba sino por el placer de hacer el mal y enterraba el botín en otro lugar.

Una noche, robó una oveja y metió la carne en un saco; más tarde vio ante sus ojos un fuego de campamento y se acercó para ver si había algo que robar; en el fuego había una olla, y una mujer pobremente vestida les decía a sus niños:

-Dormid un ratito, os despertaré cuando la carne esté a punto.

El ladrón aguardó un poco y vino a llevarse la olla cuyo peso le sorprendió; pensó que eso le evitaría tener que guisar la carne que llevaba a cuesta.

Abrió la olla, y cuál no sería su sorpresa al descubrir que no contenía más que piedras.

Imaginó lo demás: esa mujer intentaba engañar a sus hijos haciéndoles creer que compartirían la carne al despertarse, pero eran pobres y no tenían nada para comer.

Lleno de compasión, Kamma cortó la carne que transportaba y llenó la olla que volvió a colocar en el fogón y se esmeró en atizar el fuego. Se marchó llorando, pensando en su propia infancia acomodada, en su vida de bandolero y en Dios.

Por la mañana, la mujer, descubriendo el milagro, despertó a sus hijos: juntos comieron encantados. En cuanto a Kamma, se había ido hacia su escondrijo para vivir de lo que había ocultado durante su vida de vagabundo.

Un buen día, decidió hacerle una visita al ermitaño para charlar un ratito; éste le recibió con los brazos abiertos, besándole las manos. Sorprendido, el viejo ladrón preguntó por qué le hacía ese honor. Entonces el marabú le enseñó el árbol y le preguntó qué buena acción había hecho desde el último encuentro.

El viejo ladrón le contó que había continuado robando hasta el día en que había encontrado a aquella viuda y a sus hijos. Se percató entonces de que el viejo árbol había florecido; al comprender lo que esto significaba, lloró de alegría dando gracias a Dios.

Distribuyó el resto de su fortuna mal adquirida entre todos los necesitados, y dedicó el resto de sus días a hacer el bien a su alrededor, alabando a Dios.


 

La batalla de los dos gallos

Traducción de Rosa Delia González Santana

Dos gallos se peleaban, y puesto que un asunto de este tipo a veces tiene consecuencias insospechadas, el gato sintió un gran temor. Para limitar los daños, fue a buscar al cordero, y le pidió que interviniera para hacer entrar en razón a los dos contrincantes. Pero el cordero le hizo saber que una pelea de gallos no era su problema.

Decepcionado por la actitud del cordero, el gato fue en busca del buey y le pidió que interviniese en la pelea de los dos gallos. Este le respondió que una querella de gallos no entraba en el capítulo de sus preocupaciones.

Afligido por esta respuesta, el gato fue a donde estaba el caballo y le dijo:

-Hermano mío, dos gallos se están matando, haz lo que puedas para apagar la llama del odio que los consume.

El caballo le dijo que él no podía mezclarse en un asunto del que no conocía los pormenores, si los gallos habían decidido pelearse, era sencillamente su problema, a ellos les correspondía encontrar el arreglo necesario.

La pelea de los dos gallos llegó a alcanzar proporciones inquietantes hasta el punto de que cayeron en un miraguano que se prendió fuego y quemó viva a la madre del rey que se calentaba cerca del fuego.

Al conocer esta noticia, el rey ordenó degollar a los dos gallos para la comida de las visitas imprevistas. Luego, convocó a algunos de sus cortesanos para que fueran a anunciar a sus súbditos la nueva del fallecimiento de su madre. Considerando la longitud del camino que debían recorrer, hicieron comprender al soberano la necesidad de una montura, y este entonces puso a su disposición el caballo.

LA BATALLA DE LOS DOS GALLOS

Informado, el gato corrió al encuentro del caballo y le dijo:

-Hermano mío, hiciste oídos sordos cuando te pedí apaciguar la querella de los dos gallos. La consecuencia de tal actitud es que te va a corresponder la tarea de transportar, a través del reino, a los mensajeros del rey encargados de anunciar la muerte de la reina madre. Vas a tener trabajo para rato. Si hubieras intervenido para separar a los gallos, no te verías obligado a hacer lo que vas a tener que hacer.

Los ojos del caballo se inundaron de lágrimas.

Al séptimo día del fallecimiento de la reina, el rey ordenó matar el cordero. Al conocer esta decisión, el gato fue en busca del cordero.

-Vas a tener que servir para el sacrificio del séptimo día de la muerte de la reina, le dijo.

-¿Qué dices? – le preguntó el cordero.

-El rey te ha elegido, respondió el gato, para servir al sacrificio del séptimo día. Si hubieras sido un poco más inteligente, interviniendo en la querella de los dos gallos, prodigándoles los consejos necesarios para que dejaran de pelearse, no habrías conocido la angustia del peligro que planea de ahora en adelante sobre tu cabeza. Pero rechazaste toda intervención argumentando el hecho de que tú no te mezclabas en un asunto que no te concernía. Y puesto que vas a tener que dejar este mundo, te deseo buen viaje y que Dios se apiade de ti.

A los cuarenta días del fallecimiento, el rey ordenó matar al buey. Al conocer la noticia, el gato fue a buscar inmediatamente al buey y le dijo:

-Hermano mío, ¿estás al corriente de la decisión del rey?

-¿Cuál? – preguntó el buey.

-Has sido elegido para ser sacrificado a los cuarenta días, dijo el gato. Si hubieras sido solo un poquito más inteligente, si hubieras tenido con tus vecinos el comportamiento adecuado, si hubieras estado animado por la convicción de que el problema de tus vecinos era también asunto tuyo, su felicidad, tu felicidad, su desgracia, la tuya, su drama, el tuyo, no conocerías ahora la amenaza de muerte que pesa sobre ti. Pero puesto que tú tampoco has comprendido a tiempo que todos los seres están solidariamente unidos entre sí, te deseo «buen viaje». «Y que Dios Todopoderoso pueda acogerte en su Paraíso».

La moraleja de este cuento es la siguiente: cada uno de nosotros debe sentirse involucrado en la suerte de los demás.