Donde hay amor, hay visión (Ubi amor, ibi oculus) - Ricardo de San Víctor



buscador números anteriores
ibi fábula
Relatos de Blanca Álvarez
Comparte esta pgina de IbiOculus

El entierro
El viaje
Blanca Álvarez de Toledo

 

El entierro

       Anxiety, Edvar Munch, 1894.
       FUENTE:
http://www.edvard-munch.com/gallery/anxiety/anxiety.htm

            Marta miró por la ventanilla del coche mientras notaba un calor espeso que le subía desde los pies hasta la cabeza. Sus cejas se contrajeron formando dos pequeñas líneas verticales en la frente.

 -No hace falta que pongas esa cara, hija.

 

 Estaba claro que su madre no la entendía, y eso hizo que se enfadara aún más, aunque no dijo nada. Sus amigas estarían ahora entrando en la primera clase, con sus uniformes perfectamente limpios y planchados, enseñándose con orgullo las carteras y los estuches recién estrenados. Quizá ya habían tenido tiempo para echarla de menos, y se preguntaban dónde estaría,
o si habría decidido de pronto cambiarse al instituto.

 

-No seáis bobas –diría Eloísa, su mejor amiga. –Nos lo habría dicho. Además, a sus padres no les hace gracia la gente que va al instituto. ¿No os acordáis de cuando se tuvo que quedar en casa aquella vez que fuimos al cine con la pandilla nueva?

 

Quizá aprovecharan ese momento para criticarla. Puede que hasta Eloísa terminara diciendo alguna cosa, tal vez un pequeño comentario para cubrir las apariencias y que no pareciera que entre las dos guardaban secretos mucho más valiosos. Marta sabía que esos secreto$s del verano no saldrían en aquella conversación.

 

Le hubiera gustado notar en el estómago el cosquilleo del primer día de clase, conocer lo que se sentía al subir las escaleras del pabellón de las mayores por primera vez como legítima dueña de ese espacio, palpar la expectación que flotaría en el aula mientras decenas de rostros examinaban al profesor nuevo. Y escuchar después los juicios –a veces demasiado temerarios– de la gente. Quizá hasta aventurara una pequeña observación sobre el modo de dar la clase, o la dificultad de la asignatura. Y todas la apoyarían con movimientos afirmativos de cabeza. Luego, en el patio, podrían seguir hablando de lo que cada una había hecho en verano. Las hojas del castaño ya estarían un poco amarillentas, y algunas en el suelo crujirían bajo sus pies. No irían a jugar como otras veces; ahora se quedarían hablando sentadas en un banco, la falda arremangada y la camisa por fuera, como veía que hacían las mayores siempre. Y no se aburrirían, porque constantemente saldrían nuevos temas de conversación. Ella tenía muchas cosas que contarles, aunque todavía no sabía si prefería mantener el secreto con Eloísa. No quería ver luego el nombre de Javier escrito en la pizarra y rodeado de corazones, y que todo el mundo terminara enterándose…

 

 Apoyó la cabeza contra la ventanilla, pero el coche daba tumbos de vez en cuando y estaba incómoda. El jersey colocado a modo de almohadón tampoco dio resultado. Probó a tumbarse, ya que tenía toda la parte de atrás para ella sola, y en poco tiempo se quedó dormida. Se despertó sintiendo que un rayo de sol le daba directamente en la cara. Aunque lo intentó, ya no pudo volver a dormirse.

 

-¿Qué hora es?

 

-Ya casi hemos llegado –dijo el padre a modo de respuesta.

 

Marta se acordó de las veces que habían hecho ese mismo viaje cuando era niña. Siempre estaba preguntando si faltaba mucho y tenían que estar parando dos o tres veces en alguna vía de servicio. Pero ya hacía dos veranos de aquello porque, desde que alquilaron el apartamento en la playa, pasar los veranos en el pueblo había perdido toda la emoción. Marta no podía ni imaginar cómo sería volver a pasar un verano en aquel lugar perdido de la montaña, y eso que seguían teniendo allí su chalet, porque su padre se había negado a venderlo o porque, quizá, no había nadie dispuesto a comprarlo.

 

-Péinate un poco, anda.

 

Marta cogió el cepillo que le tendía su madre y se hizo una coleta alta y apretada. La camiseta negra se le llenó de pelos. Ella no habría querido ir de negro, pero su madre le había dicho que así era mejor, y que si no sentía acaso que Ernestina hubiera muerto, después de todo lo que había hecho por ellos los veranos que pasaron en el pueblo. «¿O no te acuerdas ya de quién nos hacía esos guisos tan buenos?» Marta no entendía qué tenía que ver todo eso con que no pudiera ponerse su camiseta rosa nueva.

 

 De pronto, pasaron por encima de un puente que le resultó familiar. El río corría por debajo arrastrando un agua marrón repleta de insectos. Había visto ese río en muchas ocasiones, pero nunca con aquel sentimiento de repugnancia. Le parecía imposible que dos veranos atrás hubiera ido allí a bañarse con sus primas.

 

El pueblo no estaba lejos, ya podían verse las fachadas rojas de las casas en la ladera de la montaña. A esa misma hora, sus amigas estarían en el patio tomando el sol en un banco y –ahora ya seguro– preguntándose dónde estaría ella. Y de pronto se sintió crecer, rodeada de una nube de intriga que la volvía interesante, aunque sólo fuera por un día. No importaba que estuviera a cientos de kilómetros de Madrid con el solo objetivo de asistir a un entierro de una vieja desconocida que guisaba y tendía la ropa y que apenas sabía leer. Lo de Javi quitaría importancia a lo demás. Ahora ya estaba segura de que iba a contárselo a todas, y que sería la envidia de su clase por primera vez. Y, mientras cogían el camino del cementerio, sonrió al imaginarse sus caras, especialmente las de Lucía y Esther. A las pobres nunca las habían besado…

 

            Cuando los tres bajaron del coche, un grupo bastante numeroso ya se congregaba alrededor de la tumba, esperándolos. En medio de aquellas personas vestidas de negro, las flores rojas y blancas resaltaban mucho, y a Marta le parecieron muy hermosas, porque era como si destilaran un aroma de vida completamente incongruente allí. El cura abrió un librito y entonó unas oraciones mientras las viejas pasaban las cuentas del rosario en un continuo bisbiseo. Algunas caras le resultaron familiares: el panadero, el hombre del bar, la señora que pasaba el cestillo en la iglesia… Todos ellos enfundados en trajes oscuros con la mirada perdida y con gotas de sudor en las sienes. Un chico que estaba al otro lado de la tumba la miró sin disimulo. Al principio no logró reconocerle, pero luego se llevó una grata sorpresa al descubrir que se trataba del vecino gordo al que había dado calabazas el último verano. Jacobo se llamaba, o eso le pareció. Había estirado mucho, y ya no tenía tantos granos en la cara. Estaba más guapo.

 

Un par de hombres sudorosos bajaron el ataúd haciendo palanca con una cuerda. A veces el ataúd chocaba con las paredes de tierra produciendo un ruido seco y cortante. Marta pensó que no estaban poniendo mucha delicadeza.

 

El sol pegaba con fuerza en su espalda y luego en su cabeza, porque se había ido elevando poco a poco, como si quisiera dominar desde lo alto aquella escena negra con los pequeños puntos de colores que eran las flores. Los hombres se aflojaron la corbata. Marta sintió que se mareaba y las figuras se convirtieron en manchas oscuras que se alzaban alrededor de ella como estatuas tenebrosas. Y dejó de oír las oraciones de Don Pascuero, y todo eran susurros ininteligibles de vieja…

 

Cuando terminó, Marta se vio arrastrada por el brazo de su madre hasta el restaurante del pueblo, donde habían dispuesto una gran mesa alargada. Allí se encontraron con las mismas personas que habían estado antes en el cementerio y Marta se preguntó cómo podrían haber corrido tanto: el panadero, la señora del cestillo… y aquel muchacho que seguía sin quitarle los ojos de encima. Primero fue el ruido de las sillas al levantarse, y luego llegaron los besos y las exclamaciones:

 

-¡Cuánto has crecido!

 

-¡Vaya moza más guapa!

 

La madre de Marta no dejaba de sonreír y el padre, que entró justo después, le cogió por la nuca como si fuera un muñeco de trapo que quisiera enseñar a los demás.

 

Olía a sudor. La estancia estaba muy oscura y flotaba una nube de humo espeso, como de puro. Empezó a cansarse de los abrazos. Ya ni siquiera procuraba sonreír cuando le estrujaban los carrillos igual que si fuera una niña. Cada vez entraba más gente, y Marta sólo quería salir de allí.

 

Cuando ya parecía que habían saludado a todos (el chico que la miraba era el único que no se había levantado de su sitio) se sentaron alrededor de la mesa. El camarero trajo dos fuentes enormes de cordero, y alguien le cogió el plato y se lo devolvió lleno. Había mucho ruido y las voces se interponían unas sobre otras, de modo que no lograba entenderse con su compañero. Al fin, el compañero captó lo que le decía y le pasó la jarra de agua. Tenía mucha sed. Enfrente de ella el panadero reñía con su mujer, escupiendo de vez en cuando trozos de carne. Todos hablaban y comían a la vez, y también reían, y Marta veía la grasa caer como un hilillo fino por sus barbillas, y luego abrirse camino por el cuello, hasta que desaparecía. Hacía mucho calor y estaban apretados; tanto, que su compañero le tocaba con el brazo cada vez que quería cortar la carne. Luego descubrió que el compañero era uno de los que habían ayudado a bajar el ataúd con las cuerdas. Y notó una fuerte sacudida en el estómago, como de asco. Porque ellos estaban allí comiendo cordero, y el cuerpo de Ernestina aún estaba caliente y palpitante de vida en medio de todas aquellas gentes que mascaban y reían haciendo tanto ruido.

 

-¿No comes? –le preguntó el hombre que había bajado el ataúd.

 

Marta miró el trozo de carne que brillaba en su plato, se levantó de un salto y salió de aquel lugar. Corrió como nunca antes lo había hecho.

 

Luego, en el coche, abrió un poco la ventanilla de su lado, porque era como si se ahogara. Pero el aire de fuera era caliente y le oprimía los pulmones.

   




El viaje



FOTO: Le apeadero, José del Río Mons

                          
           Julián miró hacia atrás por última vez antes de subir al tren. La estación estaba completamente vacía. De las pocas farolas que había, una estaba fundida y varias parpadeaban y parecía que iban a apagarse de un momento a otro. En medio de aquella oscuridad, Julián sintió que una parte de su alma se resistía a abandonar aquel lugar. Fue el peso de algo que se posaba sobre su hombro lo que le hizo volver en sí.

           -¿Le importaría subir, señor? –dijo uno de los viajeros mientras le daba golpecitos impaciente.

            Le faltó poco para tropezar al subir los escalones por los que se entraba al vagón. Afortunadamente, el viajero que iba detrás lo sostuvo, aunque no logró evitar que la maleta cayera rodando hasta la vía. La cremallera se rasgó, y entre los dos cerraron el macuto con un cinturón. Cuando Julián encontró su asiento, dejó la maleta como pudo en el portaequipajes y se secó el sudor de la frente con un pañuelo. Tenía el ceño fruncido porque, además de todo, le había tocado justo enfrente del baño, y los ruidos de la puerta no le dejarían dormir. Por lo menos estaba al lado de la ventana, en eso la señora de la taquilla le había hecho caso.

            Miró el reloj y se dio cuenta de que a esas horas ya debía de haber llegado a Madrid, pero el tren que salió antes que ellos había tenido una avería y tuvieron que esperar varias horas a que desalojaran las vías. Los pasajeros entraban de mal humor, riñendo entre ellos o hablando por los móviles. «No, no vengas a recogerme, cogeré un taxi». «Yo no tengo la culpa de que se haya retrasado…» Un hombre se le acercó y comenzó a decirle que no había derecho, que aquello era una falta de todo, y Julián confirmaba sus quejas asintiendo con la cabeza, aunque él no tenía motivos para quejarse, porque sabía que en Madrid no había nadie esperándole. Pero aquella impaciencia era pegadiza y se contagiaba como un virus.

            Miró por la ventanilla. El cartel donde estaba escrito el nombre del pueblo seguía con los mismos grafittis de hacía años. Julián había puesto varias quejas en el ayuntamiento, porque el nombre del pueblo no se distinguía bien, y mucha gente se equivocaba de estación, y él tenía que avisarla por megafonía varias veces. Algunos incluso habían entrado en la cabina y le habían dicho que a ver si hacía algo, y él siempre decía lo mismo: que no podía hacer nada, que ya lo había dicho en el ayuntamiento pero que no le hacían caso. Le resultaba gracioso que la gente fuera hasta la cabina del ferroviario expresamente para eso, como si él tuviera la culpa de que los chicos del instituto fueran tan inciviles.

            Sonó un silbato y la máquina tembló bajo sus pies hasta que comenzó a moverse lentamente haciendo mucho ruido, como si le costara trabajo. Julián no pudo reprimir una sonrisa, porque acababa de darse cuenta de que era la primera vez que viajaba en tren como pasajero y no como conductor. Pero entonces sintió un vacío en el estómago, y la risa se volvió amarga, y le dolió no volver a viajar desde la cabina nunca más. Atrás quedaba la indefinible sensación de plenitud al contemplar ante él las dos vías que siempre se prolongaban, como si le retaran a una ardua batalla perdida de antemano. Atrás los avisos por megafonía, las incursiones de pasajeros impertinentes que no querían grafittis en la estación. Pero aquello no debía importarle, porque sólo tenía treinta y cinco años, y ya se había enterado de varios empleos que le interesaban en Madrid.

            Apoyó la cabeza contra la ventanilla y sintió que el frío se extendía por todo su cuerpo. Ante sus ojos pasaban muy rápidamente formas confusas que desaparecían antes de que le diera tiempo a saber lo que eran, como si fueran devoradas por la velocidad y la noche. Sin embargo, al pasar una curva distinguió perfectamente un ramo de flores atado a un poste justo al lado de las vías. Con la velocidad del tren, varios pétalos de margaritas salieron volando. Después ya no vio nada más, porque en cuestión de segundos cerró las cortinas sin poder reprimir un escalofrío.

            Treinta y cinco años no eran tantos. La pobre María se había quedado destrozada. No tendría que haber albergado esas ilusiones; al fin y al cabo, él nunca le había mencionado la palabra boda en los tres años que llevaban saliendo. Y era verdad que se conocían desde niños y que todo el pueblo estaba convencido de que terminarían casándose, pero las cosas no suceden como las planean otros. Aunque tenía que reconocer que la decisión había sido muy precipitada, y que no se veía venir, y que por eso sorprendió tanto a todos, que hasta la panadera soltó sus lágrimas cuando se enteró: «Pero volverá por aquí, ¿verdad señor Julián?» Y él oía esas súplicas como quien oye llover, torciendo un poco los labios en un amago de sonrisa, para que cada cual interpretara el gesto a su manera. Con María había sido distinto, que hasta se le puso un nudo en la garganta. «¿Y te vas así, sin más, sin darme ninguna explicación?» Y se fue así, sin más, porque no sabía qué explicación darle.  

            En el vagón todo era silencio; un silencio mucho más fuerte que el traqueteo del tren y que los ronquidos de algunos pasajeros; un silencio que retumbaba en los oídos de Julián como gritos de súplica y de reproche. Cambió de postura una y otra vez, pero no logró dormirse. Le hubiera gustado que pusieran una película, y hasta pensó decírselo al conductor, pero cambió de opinión en seguida, porque no quería volver a sentir aquel vacío en el estómago si entraba en la cabina. Ya nunca más viajaría en cabina, ni volvería a escuchar las quejas de pasajeros impertinentes, ni avisaría por megafonía la llegada al lugar donde muchachos incivilizados de instituto se divertían pintando paredes.

            La gente del pueblo no había aprobado su decisión. Decían que ya tenía treinta y cinco años, que estaba en edad de casarse y de formar una familia, y no de montarse una vida nueva en la capital, que a saber lo que se encontraría allí. Como si él no supiera bien la edad que tenía y tuvieran que andar otros recordándoselo; o como si aquel viaje fuera por puro placer.

           María era bastante más joven que él, y sabía de buena tinta que varios en el pueblo andaban detrás de ella, así que no tendría mucho problema: en menos de un año podría estar casada y esperando el primer hijo, y quizá no volviera a pensar en él. A Julián nunca le había extrañado que la gente se quedara mirándola al pasar y tampoco le molestaba. Era lógico, con aquellos ojos que tenía. Y en el fondo se enorgullecía, porque ella sólo le miraba a él, como si no existiera nadie más. La había visto antes en el andén, y eso que le había hecho prometer que no iría. Menos mal que desapareció en medio de la marabunta confusa por el retraso del tren. No hubiera podido soportar mucho tiempo aquellos ojos con esa mezcla de tristeza y de reproche. Después, estuvo todo el tiempo de la espera recorriendo el andén, arriba y abajo, mordiéndose las uñas como un poseso y mirando hacia todos los lados, como si le estuvieran espiando. Y empezó a sentirse terriblemente culpable, y a notar la urgencia de llegar a Madrid, donde nadie le esperaba, donde se perdería en una masa de ciudadanos iguales, y no existiría para nadie, ni habría ojos mirándole así.

           La puerta del baño crujía cada vez que se abría o cerraba, despidiendo un vago olor como de vómito. Julián se levantó para buscar algún otro asiento que estuviera libre, y encontró uno al fondo, al lado de una anciana que movía los labios como si hablara, pero que no decía nada.

            -¿Puedo sentarme?

            Por toda respuesta, la mujer apartó una pequeña bolsa de mano del asiento. En ese momento, un rosario de bolas marrones se escurrió entre sus dedos y cayó al suelo.

            -No se preocupe –dijo la anciana. Pero Julián ya se había agachado a cogerlo. Cuando fue a dárselo, la señora le miró extrañada, como si le hubiera reconocido de pronto. Pero en seguida desvió la mirada y dijo simplemente:

           -Muchas gracias, señor. No me podía dormir, ¿sabe?

           -Yo tampoco, la puerta del baño no deja de sonar. ¿Es suyo ese periódico?

           -Sí, pero puede cogerlo.

           La anciana retomó su sordo bisbiseo mientras pasaba las cuentas del rosario con los ojos entornados. Julián, sin saber por qué, empezó a sentirse terriblemente incómodo, y hasta deseó volver a su sitio de antes, aunque oliera a vómito y la puerta chirriara sin parar. Instintivamente, cogió el periódico con la esperanza de que se le pasara aquella sensación, pero, al ver la portada, el corazón comenzó a latirle muy deprisa. La foto de aquella niña ocupaba prácticamente toda la página. Encabezándola, con letras grandes, el titular: «Una chica de quince años se suicida lanzándose a las vías del tren». En las páginas siguientes, la foto de la estación. El nombre del pueblo no se distinguía bien, porque los grafittis lo tapaban. También una imagen de unas vías en curva; las mismas vías donde poco antes había visto con tanta claridad un ramo de margaritas. Pasó frenéticamente las hojas hasta llegar a una presidida por su propia cara en blanco y negro. Las primeras frases se destacaban en negrita: «El conductor del tren declaró ante el juzgado que vio claramente a la niña cómo se lanzaba a las vías segundos antes de que pasara el ferrocarril. Aún no se han encontrado testigos que avalen su declaración».

            El periódico tembló ligeramente en sus manos. La tinta se mezcló con el sudor, de modo que las letras empezaron a hacerse ininteligibles. Julián descubrió que tenía la mano manchada de negro, y que una gotita le corría por el antebrazo, formando un reguero sucio de sudor y tinta.

           A su lado, la anciana recitaba las letanías cada vez más alto: «Refugio de los pecadores… Consoladora de los afligidos… Auxilio de los cristianos…» De pronto, Julián notó algo que le subía hasta la garganta, y sintió unos deseos incontrolables de llorar. Quizá esa señora pudiera entender que se había tratado de un accidente; que al pasar la curva y ver a aquella niña cruzar las vías, no había tenido tiempo de frenar. Justo entonces, cuando le parecía imposible reprimir las lágrimas por más tiempo, la anciana terminó su letanía y le miró como nunca nadie le había mirado. Julián pensó que la compasión no podía ser otra cosa que aquellos ojos que le observaban desde el asiento de al lado. Un segundo después, le pareció ver que la anciana sonreía. Era una sonrisa llena de misericordia, como si ya nada pudiera importar en el mundo salvo seguir mirando a aquella desconocida y llorar, llorar y llorar. Pero justo entonces, la mujer, sin dejar de sonreír, le dijo casi en un susurro:

            -Las margaritas eran las flores preferidas de mi nieta.

            Aquello fue como un jarro de agua fría, y por eso Julián ya no pudo seguir mirando más a aquella señora, y tuvo que levantarse de un salto, haciendo que el periódico cayera al suelo. La señora se agachó para recogerlo, a pesar de que ya estaba reblandecido por el sudor y prácticamente ilegible en algunas zonas. Después de ordenarlo todo y doblarlo cuidadosamente, agarró de nuevo el rosario y emprendió su bisbiseo.

            La puerta del baño produjo un ruido sordo al abrirse. Olía a vómito. Por el retrete sobresalían trozos de papel higiénico, como si se hubiera atascado. El espejo le devolvió una mirada tan blanca y gélida que se asustó. Julián abrió el grifo del lavabo y, mientras sentía el agua fría en sus muñecas, el reflejo de su cara fue recuperando el color. Luego apretó el depósito del jabón, pero estaba vacío. Cuando salió, la puerta produjo de nuevo aquel sonido chirriante y se dio cuenta de que algunas caras soñolientas le miraban con reproche. Se sentó en su sitio de antes, porque ya no le importaba que oliera a vómito.

            A su lado, dos señoras comenzaron a murmurar mientras miraban descaradamente a la anciana que se sentaba al fondo del vagón:

            -Desde que ocurrió lo de su nieta no deja de rezar rosarios, la pobre –dijo una de ellas.

            -Yo también lo haría –respondió la otra, con un deje de autosuficiencia en la voz–Aunque no creo que unos cuantos rosarios sirvan para salvarla.

            -¡No! No los reza por su nieta –exclamó la primera–. Ella no deja de decir que su nieta no se suicidó.

            -Y entonces, ¿por quién los reza?

           -¿Pues por quién va a ser? Por el conductor del tren, mujer, por el conductor del tren.

           Julián bajó la mirada y se encontró con que sus manos seguían ligeramente manchadas de tinta, y en el antebrazo aquel reguero negro, porque en el baño no quedaba jabón y no había podido limpiarse.




Blanca Álvarez de Toledo

Nacida en Madrid en el año 1985. Recientemente licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid. Ha trabajado como becaria en el diario La Gaceta de los Negocios, además de en la agencia de publicidad Screenvision. En el último curso de carrera recibió una beca del Ministerio de Educación y Ciencia que le permitió colaborar en el Departamento de Lengua y Literatura de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense. Actualmente estudia el curso de doctorado en dicho departamento y prepara un proyecto de tesis doctoral en el campo de la literatura.

contacto
www.ibioculus.com | © 2008