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el banquete
Mundo clásico y mundo global.
Por Vicente Cristobal. Universidad Complutense de Madrid
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Concluye el presente artículo, extraído de una conferencia pronunciada por Vicente Cristóbal el 9 de julio de 2008 en el Escorial, explicando que Occidente se nutre de la cultura clásica grecolatina en la misma medida que constiuye uno de los impulsores principales del escenario de la globalización, por lo que estudiar la tradición clásica es un camino necesario para conocer las raíces de la cultura global.

Para ilustrarlo, el profesor madrileño realiza una interesante descripción de la presencia de lo clásico en la cultura actual. En este recorrido se presta una atención especial a
la recreación de lo clásico en la poesía española más reciente.



FUENTE: http://www.culturaclasica.com/


Mundo clásico y mundo global. Por los caminos de la tradición clásica

Introducción   

Mundo clásico y mundo global: he aquí dos etiquetas y dos conceptos que sólo a primera vista podrían parecer polares y contrapuestos. Podrían parecerlo acaso si se considera que el primero remite a un mundo ejemplar de un pasado remoto, a una realidad anclada en los orígenes, y que el segundo se refiere a nuestro contexto inmediato y presente, a nuestra circunstancia actual, a esta evidencia de vivir inmersos en una sociedad universal, donde ya no hay espacios cerrados, donde «la economía que actúa a nivel mundial socava los cimientos de las economías nacionales y de los Estados», y donde se impone una cultura y unos modos de vida «que traspasan en todas direcciones las fronteras territoriales del Estado nacional»[1]. Pero no es así de ninguna manera: mundo clásico y mundo global no son etiquetas que se excluyan tajantemente ni conceptos en modo alguno antagónicos o incompatibles, sino que, muy al contrario, son nombres y esencias mutuamente relativas, que tienen amplios espacios en común. Y ello es así porque ambas realidades compartieron y comparten un mismo tiempo; fueron y son, en buena medida, sincrónicas. En efecto: a nadie se le oculta que las secuelas del mundo clásico llegan hasta la actualidad más inmediata y aún en el mundo de hoy y del futuro es obvio y esperable que la tradición clásica sigue y siga teniendo vigencia múltiple. Por otra parte, hay que recordar cómo la historia del mundo clásico, tanto la de Grecia como la de Roma, ofrece señeros ejemplos de globalización política y cultural, tal vez las muestras más palmarias y relevantes de dicho fenómeno ocurridas en el pasado. Pues primeramente en el ámbito griego, a partir del siglo IV a. C. y tras las conquistas de Alejandro Magno, tuvo lugar la anulación de las fronteras entre las ciudades-estados griegas y de los distintos reinos, y la consiguiente creación de un espacio global de tierra habitada o ecumene, sostenido y alentado ideológicamente por los nuevos conceptos de filantropía universal y cosmopolitismo difundidos por la filosofía postaristotélica, y especialmente por los estoicos; y en un segundo momento, el imperialismo romano de tendencia universalizante e integradora, fue el heredero en este aspecto del mundo helenístico y de sus bases ideológicas. De modo que lo primero, el mundo y la cultura clásica, pervive en lo segundo, el mundo global, y esto segundo a su vez ya fue concomitante con lo primero. De ambos tipos de imbricación daremos ejemplos seguidamente. Pero antes incluso me atrevo a sostener una tesis, que será punto de partida de mis palabras: que lo clásico llega a ser patrimonio universal precisamente porque antes lo universal o global ha sido patrimonio de lo clásico. Dicho de otro modo y con más explicitud: lo clásico sirve como apoyo y sustento a muchas voces de la posteridad, incluso voces disonantes, porque la polifonía es una característica de lo clásico, resultado de una consciente voluntad de integración de lo otro y de lo múltiple, y de un afán de trascender el propio espacio, la propia comunidad, la concreción inmediata, y de penetrar en el recinto de lo humano sin fronteras, de lo universal y de lo abstracto. Por eso lo que fue patrimonio de griegos y romanos se ha ido haciendo a lo largo de la historia, de forma espontánea y por lo general sin imposiciones coercitivas, herencia que a todos alcanza y a todos sirve, arsenal comunitario, código compartido.

 

 

Testimonios de la búsqueda de lo universal en el mundo de Grecia y Roma

 

Veamos ya muestras y testimonios concretos y aislados de ese afán y búsqueda de lo universal en el mundo de Grecia y Roma, puesto que no está a nuestro alcance ahora hacer una historia pautada y minuciosa de tal fenómeno.

           

1. Los poemas homéricos, las primeras muestras literarias de lo griego, ya nos hablan, de varios modos, de esta tendencia a lo universal y a lo antropológico, por encima de lo helénico. Si en la Ilíada lo que tenemos es el reflejo y el eco magnificado de un enfrentamiento ancestral entre dos civilizaciones, o acaso dicho con más acierto, el enfrentamiento de dos grupos comunitarios partícipes ambos de un mismo nivel de civilización, también tenemos la unión, bajo una causa común y una sola bandera, de múltiples pueblos distintos que son conscientes de su afinidad racial y lingüística. El catálogo enumerativo de las tropas del libro II tiene mucho de complacencia en la constatación de tan magna multiplicidad de pueblos: los beocios, los que habitaban en Aspledón y Orcómeno, los focenses, los locrios, los abantes de Eubea, los atenienses, los de Salamina, los de Argos y Tirinto, los de Micenas, los lacedemonios, los de Pilos, los de Arcadia, etcétera, etcétera... Es el primer testimonio literario occidental de unos vínculos de alianza entre pueblos que establecen así, por encima de sus fronteras y de su variedad dialectal, una unidad superior, la de los griegos, que en el poema, con recurso a la sinécdoque, son llamados de diversos modos: aqueos, dánaos o argivos. La contraposición con los troyanos (llamados también teucros, frigios y dardánidas) no se hace de forma radical en el poema con criterios éticos de dualidad maniquea ni con un punto de vista marcadamente hostil: ambos conjuntos humanos son tratados con notoria imparcialidad moral, y aún incluso cabe destacar una especial simpatía por parte del poeta griego hacia los personajes troyanos (hacia Héctor sobre todo); y ni siquiera funciona todavía la separación conceptual entre griegos y no griegos o bárbaros, que luego, y especialmente en el siglo V, tendrá vigencia en la cultura griega. Acaso sea la ficción épica la que hace, además, que lingüísticamente unos y otros se entiendan; pero, en cualquier caso, ambos grupos humanos comparten en el poema ya sea por obediencia a una realidad remota que sirve de núcleo al relato, ya por un designio de simplificación poéticaun mismo contexto y código cultural, muy significativo, y en especial, unos mismos dioses. Por otro lado, la tendencia a la comprensión universal de lo humano, por encima de razas y fronteras, y a la elucubración sobre el ser del hombre en general, se hace evidente en pasajes tales como aquella famosa comparación en que se proclama el carácter efímero y mortal del linaje humano, semejante en ello a la fronda de los bosques (Il. VI 146-149): «Cual la generación de las hojas, así la de los hombres. Esparce el viento las hojas por el suelo, y la selva, reverdeciendo, produce otras al llegar la primavera: de igual suerte, una generación humana nace y otra perece».

 

2. Por lo que se refiere a la Odisea, cumple decir ya desde el principio que es, además de poesía y epopeya, el primer libro de viajes de la literatura europea, con lo que ese carácter le da a la obra de apertura a lo otro y salida del ámbito originario, aun cuando los espacios representados en ella tengan tanto o más de imaginarios que de reales. De Odiseo se dice ya en el proemio, en tono encomiástico, que es el varón polýtropos, adjetivo no del todo unívoco y claro en su significado y que podemos interpretar como «el que dio muchas vueltas», esto es: «el asendereado» (como traduce García Gual), o bien, en sentido más metafórico, como «el de los muchos registros», «el versátil» por antonomasia, y esa cualidad no está desligada sino que más bien es consecuencia inevitable de su destino viajero y de su experiencia sobre muchas tierras y muchos grupos humanos[2], dato que consta también en el frontispicio del poema (Od. I 1-3), que aquí reproducimos en la traducción rítmica de José Manuel Pabón: 

            Musa, dime del hábil varón que en su largo extravío,

            tras haber arrasado el alcázar sagrado de Troya,

            conoció las ciudades y el genio de innúmeras gentes...

 

3. Los viajeros antiguos, los que siguieron la estela de Odiseo, y más aún aquellos que escribieron y legaron a la posteridad sus experiencias y conocimientos, son los precursores de la idea del cosmopolitismo y los artífices pioneros de la patria universal[3]. Entre ellos destaca Heródoto, el llamado «padre de la historia» (Cicerón, De legibus I 1), que vivió en el siglo V a. C. en pleno período del enfrentamiento entre griegos y persas, las Guerras Médicas, y fue un viajero incansable y un espíritu altamente sensible a los contactos y choques entre civilizaciones. Su oficio de historiador se aproximaba al de aquellos que, más que buscar permanentemente la verdad sobre los hechos, pretendían llevar a su público un agradable entretenimiento, según la sobria distinción que hace Tucídides (I 21). Su obra en nueve libros no sólo es relato del conflicto armado entre los griegos y los persas, sino, mucho más aún, una exposición etnográfica de las varias y distintas culturas fronterizas con la helénica (la de los medos y persas, los egipcios, los pueblos de la India y Arabia, los escitas, los libios...) desde un punto de vista objetivo y de auténtico investigador interesado en la amplia gama de lo humano, no con parcialidad patriótica y siendo crítico incluso con la propia cultura griega en la que se inserta. Este talante crítico con lo helénico y tolerante con lo extranjero es lo que le valió también el apelativo de «filobárbaro», y es consecuencia sin duda de sus circunstancias biográficas: pues Heródoto, natural de Halicarnaso, en el extremo sur de Asia Menor, procede de un territorio no propiamente heleno, sino helenizado, habitado por una población mixta de griegos dorios colonizadores e indígenas de raza caria, siendo el mismo de linaje cario por parte de su padre. Heródoto, desde este contexto fronterizo y plural como bien hace notar Gilbert Murray[4], estaba predispuesto muy positivamente para mirar sin prejuicios la realidad variopinta de los muchos pueblos y razas que visitó en sus viajes y nos dio por ello en su obra una visión de la historia y del mundo en buena parte universalista y globalizadora, en la medida en que en aquellos tiempos le era posible. Un signo de su mirada penetrante, crítica e imparcial puede verse en un singular pasaje de su obra (III 38) en el que el historiador reconoce e ilustra el fenómeno del relativismo cultural, de cómo la costumbre inveterada de un grupo humano ciega a quienes a ella están sujetos y les niega la capacidad para admitir como válidas las costumbres de otros pueblos, y trae precisamente esta observación para censurar la conducta necia de Cambises, rey de Persia, que menospreciaba burlonamente los rituales consuetudinarios de los pueblos que conquistaba: cuenta Heródoto, en efecto, cómo «en cierta ocasión hizo llamar Darío a unos griegos, sus vasallos que cerca de sí tenía, y habiendo comparecido luego, les hace esta pregunta: ´Cuánto dinero querían por comerse a sus padres al acabar de morir?´» Respondiéronle luego que por todo el oro del mundo no lo harían. Llama inmediatamente después a unos indios titulados calatias, entre los cuales es uso comer el cadáver de sus propios padres; estaban allí presentes los griegos, a quienes un intérprete declaraba lo que se decía. Venidos los indios, les pregunta Darío cuánto querían por permitir que se quemaran los cadáveres de sus padres; y ellos luego le suplicaron a gritos que no dijera por los dioses tal blasfemia.(¡Tanta es la prevención concluye el escritor de Halicarnaso a favor del uso y de la costumbre! De suerte que, cuando Píndaro hizo a la costumbre árbitra y déspota de la vida, habló a mi juicio como filósofo más que como poeta». Es este, pues, un punto de vista consciente de las diferencias culturales y reflexivo ante su problemática, experto e imbuido como estaba el autor en una múltiple realidad racial.

 

4. Pero acaso el testimonio más palmario de un humanismo clásico, en el que el hombre se manifiesta como plenamente consciente de pertenecer a un organismo mayor, que no es el de la cerrada comunidad social inmediata, sino el global de lo humano, es el famoso verso de Terencio (Heautontimoroumenos 77), un senario yámbico que ha sido citado miles de veces como expresión conspicua de solidaridad humana y de filantropía:

 

           
Homo sum: humani nihil a me alienum puto

 

(HOMÓ/ S(UM) HUMÁ/NI NÍHIL/ A M(E) ÁLI/ENÚM/ PUTÓ)

 

«Hombre soy: nada de lo humano considero ajeno a mí».

 

La frase se la dice Cremes a su vecino Menesidemo, que es el «atormentador de sí mismo» que da título a la comedia, un pobre viejo construido con elementos sacados de las comedias de Menandro que se ha impuesto a sí mismo el trabajo constante en su rústica finca, prescindiendo de toda ayuda de los esclavos, a pesar de ser hombre adinerado, en castigo por haber causado, con su comportamiento intransigente, la huida de casa de su hijo. El vecino Cremes está admirado de que un hombre tan anciano se entregue al trabajo con tal afán y diligencia, y extrañado de que así sea y de que no ceje nunca en su empeño de manejar la azada, le inquiere el motivo; a lo que el malhumorado Menesidemo le contesta destempladamente así: «Cremes, ¿tan libre te dejan tus asuntos que hayas de preocuparte de los ajenos, aunque no te afecten para nada?» (que es lo mismo que decir: ´¿y a ti que te importa?´), y es entonces cuando el filantrópico Cremes, sin perder ante tan hosca respuesta el tono amable, se justifica alegando el dicho en cuestión, que quiere decir algo así como: «Sí, me importa todo lo que concierne a mis hermanos los hombres». Y el diálogo prosigue hasta que Menesidemo, vencido, confía al vecino la razón de su proceder. No es una proclama baladí, ni puramente coyuntural, aunque a algunos así les parezca, el senario yámbico terenciano. En él se encierra mucho del espíritu filosófico moral del estoicismo heleno, que se había filtrado como ideología nutriente de las comedias de Menandro, el modelo de Terencio. Albin Lesky[5] nos ilustra al respecto señalando, por ejemplo, cómo en el fr. 612 Körte un hijo que conversa con su madre manifiesta, contra los prejuicios de la posición social y el orgullo del linaje, que no son las circunstancias del nacimiento lo que diferencia a las personas, sino su disposición para hacer el bien, que puede caber tanto en el árabe como en el escita; señala también Lesky cómo en el menandreo fr. 475 Körte se dice: nadie que sea honrado me resulta ajeno, y destaca el citado crítico muy acertadamente la afinidad de pensamiento y expresión de este texto con el dicho terenciano que ahora comentamos. Otro fragmento más, el 484 Körte, es aducido por Lesky como muestra del ideario filantrópico que fundamenta el teatro de Menandro: dicho fragmento contiene esa otra sentencia conocida, que es testimonio asombrado de la grandeza del ser humano: hos jaríen est´ anthrópos, an anthropos e («Qué cosa más bonita es el ser humano, si verdaderamente es humano!»), y que en su mensaje rivaliza con el célebre coro sofocleo de la Antígona, que comienza ensalzando al hombre por sus extraordinarias obras y que en la traducción de Luis Gil así suena: «Portentos muchos hay; pero nada es más portentoso que el hombre...»

 

 


FUENTE:
http://blog.educastur.es/asturcefiro/

 

Pues bien, decíamos que, en el fondo, la idea filantrópica que late en el verso terenciano y que era de segura procedencia menandrea, es fruto, a su vez, remontándonos más en sus orígenes, de la filosofía estoica, que a fines del s. IV se extiende por la Hélade y penetra en la literatura. Con posterioridad a las conquistas de Alejandro Magno se había hecho evidente, en efecto, la existencia de un mundo sin fronteras, había cobrado importancia, en detrimento de la idea de un estado nacional, la idea de una comunidad de la tierra habitada (ecumene) como patria supranacional; esa pérdida o menoscabo progresivo del concepto de estado patrio, la convivencia en amplias zonas y los contactos cada vez mayores entre los pueblos y la constatación de sus mutuas afinidades, así como la maduración de una conciencia moral, habían hecho brotar entre los filósofos la idea de la filantropía como destino y deber del hombre, y la del cosmopolitismo, o conciencia de pertenecer a una comunidad humana universal. Añadíase como fundamento metafísico que, puesto que el Logos divino habitaba en la razón humana, todos los hombres eran hermanos e igualmente partícipes de ese mismo dios interior. Pero antes que los estoicos, que convirtieron en doctrina dichas ideas, ya los filófos cínicos dieron muestra de un sentir paralelo, traducido sobre todo en actitudes rebeldes frente a los estrechos patriotismos. Cuenta, por ejemplo, Diógenes Laercio en sus Vidas de filósofos ilustres (VI 63) que cuando le preguntaban al famoso Diógenes el cínico (el del tonel, el que da nombre al «síndrome de Diógenes», el que pidió a Alejandro Magno, ante su requerimiento de qué era lo que quería, dispuesto a concedérselo, que no le quitara el sol) por su lugar de procedencia, él respondía diciendo que era «ciudadano del mundo» (kosmopolítes), y este es el primer uso que registramos de tal vocablo. Entre los estoicos, desde Zenón de Citio, fundador de la escuela, hasta sus últimos representantes romanos, brotan salpicadamente afirmaciones que confirman esta doctrina de la humana universalidad sin fronteras y sin diferencias naturales, la que luego será relanzada y asumida por el cristianismo y constituirá la esencia del mandato nuevo, el amor universal, que completará el decálogo de la Antigua Alianza. El libro de Max Pohlenz sobre el estoicismo[6] dará cumplida cuenta al interesado de todo este complejo ideológico del estoicismo. Yo, de momento, me contentaré con traer aquí una cita de Séneca, Epístolas a Lucilio III 28, 4: «Podrá ser que te destierren a los confines más remotos, pero en cualquier rincón de un país extranjero en que seas colocado, aquella mansión, sea la que fuere, te resultará hospitalaria. Importa, más que el sitio, la disposición con que te acercas a él; de ahí que no debamos aficionar nuestra alma a ningún lugar. Hay que vivir con esta persuasión: ´No he nacido para un solo rincón; mi patria es todo el mundo visible»[7]. Creo que esta ideología estoica es una buena muestra de la existencia en la Antigüedad de un vislumbre de la globalidad y de la comunidad humana sin fronteras.

 

6. Como prueba una más de la concomitancia entre lo clásico y lo global, quiero ahora referirme a una característica esencial de la literatura romana, que se me ha hecho a mí en particular especialmente evidente a raíz de una relectura de la Historia de la literatura romana de Ernst Bickel, que tuvo una primera edición en 1937 y una segunda en 1961, y que se publicó traducida al castellano en editorial Gredos (Madrid 1982). Bickel otorga a la raza y a la procedencia geográfica de los escritores una importancia desmesurada, siguiendo una concepción antropológica que obedece sin duda a la cultura alemana de la época, pero que, manifestada en este libro así, dos años antes del comienzo de la segunda guerra mundial, puede parecer sencillamente macabra. Pero esos distingos y divisiones tan tajantes no sólo son enormemente peligrosas, sino muchas veces banales e inconsistentes, si se tiene en cuenta que el concepto de raza, puestos a la disección y al análisis del mismo, en lo que habitualmente se resuelve es felizmente en el múltiple origen y en la impureza. Además, con alguna frecuencia, según parece, esas mezclas de grupos humanos son generadoras de una sólida riqueza cultural y de un evidente progreso en la conquista del espíritu. En realidad, es a esa conclusión a la que podría llegar el propio Bickel pero no llega, ya que deja constancia una y otra vez de cómo la llamada literatura romana y en especial la poesía fue producto de individualidades procedentes de las distintas naciones sometidas por Roma (véase en el capítulo II el epígrafe «Pertenencia racial de los poetas romanos»), a saber: Plauto, Accio y Propercio fueron umbros; Livio Andronico era de la Magna Grecia; Ennio que se autodenominaba el de los tres corazones era osco de origen, pero hablaba, con igual fluidez que el osco, el latín y el griego; de Campania procedía no sólo Nevio y Lucilio, sino más tarde, Estacio; Terencio era beréber; Cecilio Estacio, celta ínsubro de nacimiento; tres de los más grandes poetas de la romanidad, Catulo, Lucrecio y Virgilio, eran celtas de procedencia; de la región véneta, el historiador Tito Livio; Horacio, natural de Venusia, en el sur de Italia, no sabía si era ápulo o lucano, pues su patria estaba en la frontera de Apulia y Lucania; pelignio era Ovidio; hispanos, ambos Sénecas, Lucano, Marcial, Columela, Pomponio Mela, Quintiliano, Adriano, Juvenco, Prudencio, Orosio y San Isidoro; Persio era etrusco; africanos, a partir del siglo II, Apuleyo, Floro, Frontón, Minucio Félix, tertuliano, San Cipriano, Nemesiano, Conmodiano, Arnobio, Lactancio, Nonio Marcelo, Claudiano, San Agustín, Marciano Capela, Draconcio, Fulgencio y Prisciano; de la Galia, a partir del siglo IV, Ausonio, San Hilario, San Paulino de Nola, Rutilio Namaciano, Salviano de Marsella, Sidonio Apolinar, Ennodio y San Gregorio de Tours; y de Siria, en época republicana, Publilio Siro, y ya en el siglo IV, Amiano Marcelino. De modo que, a la vista de este elenco, se impone la evidencia contrastada por Bickel: «Por la sangre y la raza, los representantes de la literatura romana, en lo que se refiere a la poesía de ninguna manera y a la prosa sólo en un determinado número, procedían de la población latino-romana». Así que es un dato bien palmario e incontestable este de que la literatura romana sea el producto de aquella plural población que habitaba en la remota aldea global que llegó a ser el Imperio Romano. Y ese rasgo condiciona su polifonía; y esa polifonía como ya he señalado es clave de su adaptabilidad y de su éxito posterior.

 

 
Presencia de lo romano y de lo griego antiguo en la cultura reciente. Recreación de lo clásico en la poesía española más reciente

 

Visto lo cual, pasemos a examinar ahora la presencia de lo romano y de lo griego antiguo en la cultura reciente. Como es bien sabido, lo clásico constituye uno de los pilares de la cultura occidental, que es casi como decir de la cultura global. El estudio de la tradición clásica es un modo de ahondar en ese código común que vincula a todas las literaturas occidentales, que es su tronco común y un espacio en el que coinciden y en el que es más fácil el mutuo entendimiento. La disciplina de la Tradición Clásica, nacida propiamente a mediados del siglo pasado (el libro de G. Highet yo diría que es acta de nacimiento), aun con raíces previas, es una parcela de estudios que transciende al hecho literario y abarca, en realidad, los múltiples aspectos culturales, pero que suele centrarse a menudo en el ámbito literario. El estudio del legado clásico en lo literario (pues esta acotación es la que nos concierne primordialmente a los filólogos) es una parcela que se subsume dentro del más amplio campo del Comparatismo literario y que ha de atender específicamente no tanto a la búsqueda de los universales literarios ni de las coincidencias poligenéticas aunque toda esta fenomenología está también imbricada en el proceso de recepción como a las relaciones literarias de dependencia entre las diversas literaturas modernas y las literaturas antiguas, griega y latina. Lo clásico (que subsume en sí la polaridad complementaria de lo griego y lo latino) estuvo en la formación de lo medieval, que es como su natural desarrollo y transformación (Curtius). Lo clásico en su prístina pureza fue rescatado por los humanistas del Renacimiento, recreado y conservado para la posteridad con devoción suprema. Fue materia que el barroco estilizó y a veces desmitificó. Y materia purificada de nuevo y disecada por el Neoclasicismo. Rechazada o asumida otra vez, según los lugares, por los románticos. Y presente también, con nuevos sesgos, combinaciones y complementaciones, en la literatura contemporánea y actual. De esto último vamos a proporcionar ejemplos que afectan sobre todo a la literatura española. Pero esta herencia la comparten también el resto de las literaturas europeas y occidentales.

 

1. Hoy en día el género literario más palmariamente recreador de lo clásico y más universalmente extendido es sin duda el de la novela histórica. Es curioso constatar su éxito y proliferación, y su penetración en ámbitos culturales medios. Los quioscos ostentan títulos para todos los gustos y las librerías tienen secciones específicas de novelística histórica; y dentro del género, la novela de tema romano o griego es probablemente la parcela más cultivada. Como si fuera esta una respuesta espontánea, alternativa y compensatoria al declive y poda de los estudios clásicos en la enseñanza secundaria. Una variante es la novela mitológica, que también prolifera. Personajes de la historia antigua como Alejandro Magno, César, Cicerón, Cleopatra, Augusto, los varios emperadores y sus mujeres, etc., o personajes ficticios cuya vida se sitúa en un determinado período antiguo y aparecen como testigos inopinados del mismo y descubridores con la ficticia garantía de la autopsia de misterios no aclarados en las otras fuentes, son los protagonistas de esta narrativa contemporánea que mira al pasado remoto de nuestra cultura. En las obras que se encuadran bajo este epígrafe, la dosis de ficción y de fidelidad histórica a las fuentes varía mucho: algunas son extraordinariamente respetuosas con los datos transmitidos por la historiografía; otras en cambio son un puro juego de la imaginación. Me referiré únicamente aunque los nombres que se podrían aducir son legión a la australiana Colleen Mc Cullough (nacida en 1937), que se hizo famosa por su novela El pájaro canta antes de morir (1977), llevada a las pantallas televisivas como serie con el título El pájaro espino, que ha sido luego autora de seis novelas históricas sobre César (El primer hombre de Roma, La corona de hierba, Favoritos de la fortuna, Las mujeres de César, César y El caballo de César) y que además ha escrito una maravillosa novela mitológica, La canción de Troya, que es una recreación muy lograda de la Ilíada y de la leyenda troyana en general, siguiendo la fórmula de la narración homodiegética, en que es el personaje el que cuenta los hechos en primera persona y no la tercera persona del novelista omnisciente. En esta última novela de Colleen Mc Cullough en la que quiero detenerme hay una pluralidad de narradores homodiegéticos: son los diversos personajes (Aquiles, Agamenón, Príamo, Briseida, Ulises...) los que en propia voz cuentan los hechos. Este es, por cierto, el recurso que atañe a la mayoría de obras de este género actual: se cambia así la perspectiva de las fuentes antiguas (historiográficas por lo general) y con ello se ofrece ya, de entrada, una aproximación novedosa en la forma, pudiéndose mantener los mismos contenidos dados en las fuentes. A tal recurso se añade como común denominador de muchas de estas producciones un tópico inicial: el del testimonio escrito que aparece de repente y ofrece una versión nueva de hechos ya conocidos, tópico ya de la novelística antigua (así en los relatos sobre Troya de Dictis y Dares). En España podemos citar, entre una infinidad, algún título como Lesbia mía de Antonio Priante (sobre Catulo y sus amores), El jardín dorado de Gustavo Martín Garzo (sobre el Minotauro y Ariadna) y la breve y ya muy exitosa narración de Eduardo Mendoza, El asombroso viaje de Pomponio Flato.

 

2. El cine de romanos o peplum ha tenido recientemente muestras verdaderamente bien logradas, que consiguen llevar al gran público los grandes temas de la antigüedad: son las cuatro producciones en serie, bien conocidas de todos, Gladiator, Troya, Alejandro Magno y Trescientos, entre las que cada uno tendrá sus preferencias; pero el nivel estético de todas ellas es realmente muy alto. Y su demanda y su éxito es muestra también de esa seducción entre el gran público que ejerce lo antiguo.

 

3. Adentrándonos ya en la literatura, comenzaré por referirme a un tipo poético, el de la poesía bucólica, que ya en el siglo XX parecía definitivamente caducado. Y sin embargo, a las puertas del siglo XXI, en el año 1996, cuatro poetas andaluces (Fernando de Villena, José Lupiáñez, Enrique Morón y Juan José León) publicaron un libro conjunto titulado Églogas de Tiena, que es una inesperada resurrección del género. Cada uno de los cuatro autores lo es de una de las cuatro églogas, asociándose cada una de ellas a una estación del año. Hay mucho de neoclasicismo en estas composiciones, en la métrica y en la retórica, pero mucho también de perspectiva actual, con alusiones alegóricas a lo presente según era normativa en el género con ironías y autoconciencia, manifestada más de una vez, de la artificialidad del género. En la última égloga, la de Juan José León, hay inserta una versión bufa de la leyenda de Pan y Siringe, narrada por Ovidio. Pero de esta resurrección de lo bucólico es también responsable, allende nuestras fronteras, el poeta irlandés Seamus Heaney, premio Nobel de literatura 1995, que en su reciente libro Luz eléctrica (Londres 2001) que yo leo en la pulcra y elegante traducción de Dámaso López en Madrid: Visor, 2003 nos da no sólo una traducción, bastante fiel y de gran altura poética, de la novena Égloga de Virgilio, sino dos recreaciones más de aquel género antiurbano y escapista que inauguró Teócrito en sus Idilios y que Virgilio configuró definitivamente y legó a la tradición occidental. La égloga IX de Virgilio es la que trata sobre las expropiaciones de tierra a los campesinos itálicos, y Virgilio presenta en ella a unos pastores, víctimas de la enajenación, que sobrellevan como pueden las circunstancias adversas. Y acaso su elección por Heaney tenga que ver con su conciencia nacionalista. Tales dos recreaciones bucólicas son una Égloga del valle del Bann (donde dialogan el propio poeta y Virgilio y hay reminiscencias sobre todo de la égloga IV del mantuano, la llamada «égloga mesiánica», en la que se hace patente la esperanza en una nueva edad de oro) y una Égloga de Glanmore (donde vuelven a brotar ecos de la novena virgiliana, con insistencia en la apropiación ajena del territorio: «Los de afuera se dice son dueños del país ahora»). Pero el libro que es un conglomerado de referencias temporales al pasado, presente y futuro, un libro también sobre la infancia del autor y consagrado (como precisa Dámaso López) a los cuatro elementos constituyentes del universo (fuego, tierra, agua y aire) es testigo de lo clásico en varias otras de sus piezas: en los «Poemas desde la Hélade» (sobre la Arcadia, sobre los estables del rey Augías, célebre trabajo de Hércules, sobre la fuente Castalia...), en un poema titulado «Vitruviana», en otro sobre el mítico Arión (en el que hace hablar al personaje contando su aventura, para concluir con atribución de tales versos al ruso Alexander Pushkin, que él dice sólo traducir). Una muestra, en definitiva, de preocupaciones actuales y rescate del pasado emblemático en un autor relevante de la última literatura europea. Muestra también de lo grecolatino en alianza con lo global.



FUENTE: http://www.canal-valencia.es/Valencia_Pueblos/valencia_pueblo_de_sagunto.htm

 

4. A continuación vamos a ver ejemplos de recreación de lo clásico en la poesía española más reciente. Y lo vamos a hacer adentrándonos en los textos para analizar más detenidamente la fenomenología implicada en esta recepción[8]. En el poema que traemos primeramente a colación se pondera esa polifonía propia de la literatura clásica en su conjunto de la que ya hemos hablado al principio y que, en mi opinión, es clave de su éxito y de su reiterada aceptación. Es la composición «Me gustaría saber latín» del poeta Santos Jiménez (Cuevas del Valle, Ávila, 1959), que se contiene en el libro Diario de un albañil (Salamanca: CELYA, 2001). El autor se maravilla y asombra ante la pluralidad de contenidos de la poesía antigua, demorándose especialmente en la de Catulo, y deja entrever en su proclama no sólo el pequeño dolor de no estar versado en la lengua madre, sino también la convicción de que, a pesar de la distancia temporal, aquellos versos no han perdido actualidad, convicción que se pone de relieve en el poema por el uso del presente: «lo están diciendo», «lo están cantando todo»:

 

                                  
                       ME GUSTARÍA SABER LATÍN

                                               Cinco de mayo.

 

                               Todo lo que pensaba escribir

                               lo están diciendo los antiguos:

                               los trabajos, las ruinas, el sexo.

                               La ignorancia y miles de años

                               me separan de ellos.

                               Lo están cantando todo:

                               la bella muchacha,

                               el bello muchacho,

                               los dientes caídos,

                               las cargas de hacienda,

                               la guerra, la guerra, la guerra.

                               Catulo, Catulo, con ese ya no hay cuenta,

                               pues es un libro abierto

                               como corazón de torero:

                               los besos más sublimes

                               en los vasos más labrados,

                               el miembro del anciano

                               con el deber cumplido,

                               las violetas, las estrellas,

                               las caderas, los mimbres,

                               el miedo...,

                               y esas diosas creadas para consumo interno.

                               Lo están cantando todo.

                               Yo aquí lo dejo

                               y me tumbo a que me prendan

                               los latines que no entiendo.

           

 

Y ya que hablamos de Catulo, veamos dos poemas catulianos más, de entre los muchos que la literatura española contemporánea ha dedicado a jugar y evocar los versos del de Verona, quien, efectivamente, goza de una aceptación asombrosa entre los jóvenes poetas, que leen sin duda en sus versos un desenfado y frescura que los hacen próximos y distintos de la gravedad severa de otros autores antiguos. Léanse como muestra algunos versos del poema «Imitación de Catulo» de Agustín Pérez Leal (Teruel 1965), publicado en El mono de la tinta, 11, primavera 1998, que es una versión burlesca de los dos poemas dedicados al passer de Lesbia:

 

                               Avecica, delicias de mi herida

                               (de mi amada, perdón), a cuyos juegos

                               asistes desde el seno, o los balcones

                               más altos del escote; pajarillo

                               con quien ella disturba sus pesares,

                               descarga sus revanchas, se entretiene

                               la entretenida, acaso hallando así

                               entre cagarrutillas, picotazos

                               y estridencias, frescor a sus furores

                               internos, ojalá

                               tecum ludere sicut ipsa possem,

                               retorcerte el pescuezo,

                               desplumarte [...]

 

Y así termina:

 

                               Murió despellejado y sin cabeza.

                               ¿quién habrá sido el borde?

                              

                               Mas no consentiré que el llanto acabe

                               con su memoria, ni los tiernos ojos

                               de mi niña se inflamen y amoraten.

                               Un homenaje póstumo preparo

                               digno de su valía y de su prez:

                               que quien delicia fue, trinos y saltos,

                               bien lo sea de nuevo en pepitoria.

 

 

Véase también esta composición de una voz femenina, la de Tina Suárez Rojas (Las Palmas de Gran Canaria 1971), de su libro Pronóstico reservado (Las Palmas de Gran Canaria: Ayuntamiento de Las Palmas, 1998), donde la autora habla a través del personaje de Clodia la que Catulo llama Lesbia en sus poemas para desdecir, con inaudita crudeza de expresión, las manifestaciones del poeta, demasiado sublime a juicio de Clodia en su escritura, para revelar algunos otros detalles de su convivencia que no pasaron a los versos, y para rebelarse en definitiva contra la literatura desde una percepción presuntamente más realista de su relación con el poeta, sin que falte, al final, el guiño anacrónico de complicidad con el contexto cultural contemporáneo. El poema se titula «Mi nombre es Clodia» y va precedido de una cita de Quevedo que dice: «Puto es el hombre que de putas fía/ y puto el que sus gustos apetece». Y dice así:

 

 

                               Pretendes hacerme pasar

                               a la historia

                               y a la historia de la literatura

                                               por ser la mujer

                               que más has amado

                                               la más bella en veleidades

                               también del imperio la más puta

 

                               de la halitosis de tus besos

                               de tu caspa testicular

                               del hedor de los altos sentimientos

                               que por el nalgatorium expedías

                               no diste testimonio alguno

                               ¿cómo no arremeter contra fides

                               ante tanta adversidad? y sin embargo

                               hoy a ti te acompañan los manes

                               a mí me persiguen lemures

                               mira que era patricia

                               a los ojos de roma inteligente distinguida

                               que envenené a metelo con pulcritud

                               que he fornicado siempre con disimulo

                               de nada me arrepiento pese a todo

                               antes bien

                               regocijo me provoca recordar

                               no haberte dedicado nunca

                               el sagrado eleleu

                                               por más que fingir a tu lado

                               fuera fingimiento natural y no

                               favoritismo de los dioses

                               excelente poeta no lo dudo

                               como amnate con la intención no basta

 

                               quisiera reposada en el triclinio

                               abandonarme a racimos salaces

                               sin tener que percibir los ecos

                               de tus yambos acusicas

                               deja al menos por Júpiter de llamarme Lesbia

                               que no da lugar sino a equívocos

 

                                       AVE ET VALE CATULO

                                               QUE TE ZURZAN

 

Seguimos en nuestra antología de ejemplos con voces femeninas. Del poemario Las moras agraces (Madrid: Hiperión 1999) de la joven poetisa Carmen Jodra (Madrid 1970) es esta composición en rotundos endecasílabos titulada, con las tres primeras palabras de la Ilíada, «Ménin aéide, theá...», que así suena:

 

 

                               Oh Musas de la hermosa cabellera,

                               castas hijas de Zeus, que en la cumbre

                               del Helicón sagrado entonáis cantos

                               a la augusta Hera argiva y Febo Apolo

                               y Atenea ojizarca, concededme

                               la habilidad e inspiración divina

                               de escribir un relato o cuento corto,

                               de entre tres y seis páginas, con letra

                               Ariel de doce puntos, veinticinco

                               palabras cada línea, a doble espacio

                               y presentado bajo lema o plica

                               para poder ganar un premio o dos

                               y ver un poco de dinero fresco.

 

 

Aquí el tópico clásico de la invocación a la Musa, especialmente vinculado a la epopeya, recurso con el que el poeta solía pedir inspiración para desarrollar sus asuntos bélicos y heroicos, se alía con nociones estrictamente contemporáneas (el ordenador y sus posibilidades como instrumento de escritura; las condiciones establecidas para presentarse a un premio literario), de modo que el ornato grandilocuente y plenamente retórico de los primeros seis versos se contrapone bruscamente al contenido ostensiblemente prosaico pero siempre sometido a la marca del ritmo de los siete últimos versos del poema, lográndose de tal juntura aparentemente monstruosa un efecto bufo de clara ironía. Lo clásico y lo actualísimo se superponen para definir las nuevas condiciones del oficio poético en plena era de la informática. Los rancios epítetos que acompañan a los nombres de los antiguos dioses forman parte del mismo discurso que las reglas de las convocatorias de los concursos, con toda su jerga de precisión técnica. Esto no es arqueología ni burdo neoclasicismo, bien claro está, sino una oportuna y eficaz renovación del viejo tópico homérico a las puertas del siglo XXI.

 

Otra voz poética de mujer de última o penúltima generación, muy exitosa, es la de Aurora Luque (Almería, 1962), que en su libro Carpe noctem (Madrid: Visor, 1994) tiene este sugerente poema, clasicista y actual al mismo tiempo, con mezcla de lo cotidiano y lo mítico: la autora describe cómo, a partir de una ducha y al contacto con el gel de baño se impone en su mente el recuerdo del esperma de Urano y del nacimiento, a partir de él, de Afrodita entre las aguas y la espuma del mar, y se siente a sí misma como una repetición contemporánea de la vieja diosa del amor, y nos confiesa finalmente su permanente devoción por Grecia:

 

                                                          

                                                      GEL

 

                               Preparo la toalla. Me descalzo. Esa esponja

                               porosa y amarilla que compré en un mercado

                               obsceno de turistas en la isla de Hydra

                               qué dócil bajo el agua cotidiana

                               tantos meses después, en el exilio.

                               De pronto el gel recuerda su claridad lechosa,

                               su consistencia exacta el esperma del mito,

                               el cuerpo primitivo y trastornado de Urano,

                               un susurro de olas mar adentro

                               y una diosa que aparta

                               los restos de otra espuma de sus hombros.

                               Me punza una emoción tan anacrónica,

                               un penoso latir, hondo y absurdo,

                               por ese mar. por ese solo mar. Busco una dosis

                               de mares sucedáneos.

                               Cómo podría desintoxicarme.

                               Dependo de por vida

                               de una droga. De Grecia.

 

 

En la recepción de las obras clásicas hay que contar con obras intermediarias de la tradición que marcan preferencias por un autor, por una obra, por una parte concreta de una obra, o por un episodio determinado concerniente a la historia clásica. Es el caso, por ejemplo, de la novela de Hermann Broch, La muerte de Virgilio, que interpretaba, desde una sensibilidad contemporánea marcada por los horrores de la segunda gguerra mundial, los últimos días del poeta Virgilio y el enfrentamiento ante su obra a la vista de la muerte cercana; es esta novela como bien se sabeun monólogo interno que, en cuanto a su forma, ha tenido una notable proyección en la narrativa contemporánea, y que, en cuanto a su materia, se eleva a consideraciones metaliterarias sobre la relación del arte con la vida. Pues bien, dicha obra además ha arrojado luz y ha puesto de relieve una anéctota biográfica concerniente al autor de la Eneida: la decisión final del poeta, obstaculizada por Augusto, de destruir su obra ante la perspectiva de su inacabamiento y de la imposibilidad, puesto que se hallaba moribundo, de darle una última mano, o acaso ante otras consideraciones de carácter político y cosmovisional. Ese centrarse en lo biográfico de los autores, esa conversión de los propios autores de la vieja literatura en materia de la literatura nueva es, por cierto, una consecuencia evidente del historicismo literario implantado en los estudios filológicos a partir del siglo XIX, fenómeno que contrasta con la recepción literaria de lo clásico que se daba en épocas anteriores sobre todo en el Renacimiento, Barroco y Neoclasicismo, en las que eran las obras, sus temas, ideas, motivos y formas, los llamados a perdurar y a ser recreados. A partir del Historicismo decimonónico, sin embargo, en que los autores suponen tanto una obra y un testimonio literario como una figura anclada en el tiempo y rodeada de unas circunstancias concomitantes, son ellos, y no sólo su producción, los que se erigen en tema literario. Y así, en la novela de Hermann Broch, Virgilio como persona se ha impuesto a los pastores creados por él, a sus campos y a su legendario héroe Eneas. El propio poeta como ser humano, como creador y como símbolo de una determinada actitud vital es el llamado a la resurrección literaria.

 

Y la decisión de Broch, de raíces historicistas, como decíamos, no ha dejado de tener trascendencia en la literatura española. Sin duda no es ajeno a la novela de Broch el poema de Antonio Colinas cuyo primer verso reza «Mientras Virgilio muere en Brindisi no sabe...», incluido en el libro Noche más allá de la noche (Madrid: Visor, 1983), que construye una anécdota ficticia, la muerte en el norte de Hispania de un legionario romano que toma parte en las guerras cántabras, muerte que tiene lugar al mismo tiempo pero en distinto lugarque la de Virgilio; el poema transcurre con un tono muy virgiliano, de evocadora melancolía por la patria lejana, y con reminiscencias de la segunda parte de la Eneida, y en especial de la muerte de Niso y Euríalo; y el nombre del poeta de mantua, en una significativa composición anular, se hace constar tanto en el primero como en el último verso. Es una muestra de la recepción conjunta de Virgilio y Hermann Broch, y del impacto del historicismo, que hace destacar a los literatos como figuras vivas y vinculadas a un paisaje histórico, y no como meros nombres que acompañan al título de una obra determinada. No le importan aquí a Colinas ni las Bucólicas, ni las Geórgicas, ni la Eneida tanto como el dato de que Virgilio murió en Brindisi, aunque también según apuntábamos ecos del estilo y los temas virgilianos (pues la muerte del guerrero es un motivo constante en la Eneida) le sirven para dar color y vida a la anécdota. He aquí el poema, que está escrito en alejandrinos:

 

 

                               Mientras Virgilio muere en Brindisi no sabe

                               que en el norte de Hispania alguien manda grabar

                               en piedra un verso suyo esperando la muerte.

                               Éste es un legionario que, en un alba nevada,

                               ve alzarse un sol de hierro entre los encinares.

                               Sopla un cierzo que apesta a carne corrompida,

                               a cuerpo requemado, a humeantes escorias

                               de oro en las que escarban con sus lanzas los bárbaros.

                               Un silencio más blanco que la nieve, el aliento

                               helado de las bocas de los caballos muertos,

                               caen sobre su esqueleto como petrificado.

                               Oh dioses, qué locura me trajo hasta estos montes

                               a morir y qué inútil mi escudo y mi espada

                               contra este amanecer de hogueras y de lobos.

                               En la villa de Cumas un aroma de azahar

                               madurará en la boca de una noche azulada

                               y mis seres queridos pisarán ya la yerba                           

                               segada o nadarán en playas con estrellas.

                               Sueña el sur el soldado y, en el sur, el poeta

                               sueña un sur más lejano; más ambos sólo sueñan

                               en brazos de la muerte la vida que soñaron.

                               No quiero que me entierren bajo un cielo de lodo,

                               que estas sierras tan hoscas calcinen mi memoria.

                               Oh dioses, cómo odio la guerra mientras siento

                               gotear en la nieve mi sangre enamorada.

                               Al fin cae la cabeza hacia un lado y sus ojos

                               se clavan en los ojos de otro herido que escucha:

                               Gravad sobre mi tumba un verso de Virgilio.

 

 

El mismo tema de la muerte de Virgilio lo vemos también en esta otra pieza del célebre José Manuel Caballero Bonald (Jerez de la Frontera 1926) perteneciente a su libro Diario de Argónida (Barcelona: Tusquets, 1997) y que se titula «Un paradigma»:

 

 

                                               UN PARADIGMA

                              

                               Dejó escrito Virgilio, ofuscado quizá

                               por los pronósticos adversos del cielo de Brindisi,

                               que los doce libros de la Eneida, a cuya gestación

                               dedicó los últimos once años de su vida,

                               debían ser quemados tras su muerte.

 

                               No consintió Augusto, sin embargo,

                               que semejante designio se cumpliera, y así

                               se perpetuó en la historia la historia portentosa

                               del príncipe troyano, que aún incumbe al periplo

                               de nuestras más honrosas usanzas culturales.

 

                               Mediante las palabras ascendió Virgilio

                               al círculo glorioso

                               de los inextinguibles conductores de hombres

                               y el hecho de que un día quisiera destruir

                               el cardinal linaje de su palabra escrita

                               nos llega hasta ahora mismo

                               como un supremo ejemplo de horror a la impotencia.

 

 

Virgilio es definido aquí como un paradigma de «horror a la impotencia», seguramente porque el poeta contemporáneo entiende, en la línea de Broch, que su decisión de quemar la Eneida estuvo motivada por el desencanto ante la comprobación de cómo el arte tiene muy poco poder inmediato sobre la vida y sobre la realidad del mundo.

 

Si queremos seguir con poesía española de filiación virgiliana en alguno de sus elementos, podríamos detenernos en dos composiciones que detentan sendas huellas de uno de los versos más famosos de la epopeya virgiliana: el Ibant obscuri sola sub nocte per umbram de Aen. VI 268, donde se nos pinta, con esa pincelada tan impresionista en sentido propio pues que la adjetivación juega a la imprecisión, a la dislocación y a la sugerencia, como el color en los cuadros impresionistas a la Sibila y a Eneas en su viaje subterráneo a través del reino de las sombras. Es un verso realmente soberano, que a Borges le parecía «insuperado»[9] y que acaso con su opinión hizo que la mirada de sus lectores se detuviera aún más en ese lugar, que era ya famoso de por sí en la exégesis virgiliana por la figura estilística de la hipálage, que tan bien representa. Una primera muestra poética hispana del impacto de este verso hay en esta pieza de José Angel Valente, «Eneas, hijo de Anquises, consulta a las sombras», del libro Interior con figuras (Barcelona: Ocnos-Barral ed., 1976), donde se recreaba toda la anécdota virgiliana de la catábasis de Eneas, acompañado por la maga y sacerdotisa de Apolo. El hexámetro virgiliano aparece literalmente traducido dos veces en el poema, en los dos primeros versos y en el núcleo de la última estrofa:

 

 

                               Oscuros,

                               en la desierta noche por la sombra,

                               habíamos llegado hasta el umbral.

                              

                               La mujer era un haz de súbitas serpientes

                               que arrebataba el dios.

                              

                               Oh virgen, dime dónde

                               está en el corazón del anegado bosque

                               el muérdago.

                               Volaron las palomas

                               a la rama dorada.

                               habíamos llegado hasta el umbral

                               (de mares calcinados, del infinito ciclo

                               de la destrucción).

 

                               Aquí desnudo estoy,

                               ante el espasmo poderoso del dios.

                               Aquí está el límite.

                                               Ya nunca,

                               oscuros por la sombra bajo la noche sola,

                               podríamos volver.

                                               Pero no cedas, baja

                               al antro donde

                               se envuelve en sombras la verdad.

                               Y bebe,

                               de bruces, como animal herido, bebe su tiniebla,

                               al fin.

 

 

Eco preciso también de esa línea virgiliana podemos leer en el colofón del poema de Juan Antonio González Iglesias «La canción del verano suena más que la Eneida», del libro Esto es mi cuerpo (Madrid: Visor, 1997), que así dice:

 

 

                               La canción del verano suena más que la Eneida

                               y en vano Cioran dice busca Occidente una

                               forma de agonía digna de su pasado.

                               Pero así están las cosas, y no tienen

                               vuelta

                               ni las generaciones ni las hojas

                               de los hombres.

                               Tristeza de saber que no regresaremos

                               a la ternura, la serenidad,

                               al fulgor de Virgilio.

                                                                                                 Aquel verano

                               bailábamos oscuros bajo la noche sola.

 

 

Tenemos aquí la confrontación entre la realidad actual, sugerida en caras muy diversas y a muy distinto nivel (la cita erudita de Cioran [filósofo existencialista francés de origen rumano, cuya reflexión se centra en torno a la desesperación, 1911-1995], el declinar de Occidente y el baile de una noche estival al ritmo de la canción del verano, que es ya para nosotros un concepto bien diferenciado), y la antigua literatura clásica, con ecos precisos, no sólo del citado verso virgiliano de la Eneida, sino también de la célebre comparación homérica que antes citábamos de la generación de los hombres con la generación de las hojas. la misma oscuridad acaso que envolvía a los personajes del mito cuando iban inciertos del destino y encaminados a la iluminación profética, esa misma oscuridad es la que envuelve en el poema a los danzantes en la noche de un verano de fines del siglo XX. Y la distancia entre los dos polos se mide con la nostalgia del fulgor lejano de lo antiguo desde un mundo en decadencia que es consciente de su agonía y de sus pérdidas.

                       

De este mismo poeta que es simultáneamente filólogo clásico y profesor de latín en la universidad de Salamanca tenemos una inesperada recreación de la lírica epinicial de Píndaro en sus Olímpicas (Almería: El Gaviero ed., 2005), libro en el que se canta a los atletas triunfadores en los últimos juegos olímpicos del año 2004. Como antaño el poeta de Tebas cantó a los antiguos vencedores en las pistas de Corinto, Delfos, Olimpia y Nemea, así ahora el poeta contemporáneo hace poesía del deporte y de sus actores, manteniendo los resortes y el tono de aquel tipo de lírica, pero actualizando evidentemente las circunstancias, de modo que lo que en este libro podemos leer son fragmentos como este de la «Olímpica primera. Nadador» (con eco preciso de las palabras iniciales, que pueden resultar un tanto enigmáticas, de la primera Olímpica de Píndaro):

 

 

                               Áriston hýdor. Lo mejor el agua.

                               Y en la retransmisión televidiva

                               tú vas rasgando su precisa seda,

                               la furia de tus manos va quebrando

                               claror en esmeraldas, en espumas,

                               cristal del que huyen pájaros y tigres.

                               Intercontinental tibio misil

                               intangible en el silbo de su vuelo

                               trayectas el océano en rectidumbre.

                               Seminal como miembro decisivo

                               tu certidumbre engendra en el azur

                               feliz bullicio de constelaciones [...]

 

 

A un comienzo como este corresponde un final de este modo, con ponderación de la belleza masculina del atleta y alusión a su tierra natal, como era tópico en los epinicios del lírico griego:

 

                                                              [...] Pero ahora

                               eres sólo la música que da nombre a tu patria,

                               a la tierra que fue del padre de tu padre

                               y en la conflagración de tantas destrucciones,

                               del amor declarado como una gran batalla,

                               tú, príncipe oceánida, tentación de los dioses,

                               atleta de los émbolos, de los muslos gemelos,

                               feliz, triunfal, infante sorprendido y acuático,

                               sincronizada toda tu hermosura, sonríes.

 

 

Otro final, el de la «Olímpica tercera», contiene también el elogio del vencedor en términos, que incluyen la referencia a su patria y a elementos distintivos de la era de la informática y la globalización:

 

 

                                                              [...] Es serio, está llamado

                               a su propio interior. Entrenaba escuchando

                               rock urbano en formato mp3,

                               por horas infinitas.

                               En internet lo llaman un tímido de oro.

                               El piercing de su boca es un punto de acero.

                               Ama los monosílabos.

                               Es de un pueblo pequeño. Cada día cargaba

                               con esa embarcación esbelta y frágil

                               y remaba en el mar de la monotonía

                               inconsciente, constante, lo mismo que el asceta

                               que reitera ejercicios para salir del mundo,

                               así durante meses, así durante años,

                               para llegar a esto,

                               a esta mezcla del chándal y el olivo,

                               a esta clara mañana

                               en la que está de pie sobre el mapa de Grecia.

 

 

La actualidad en nuestro contexto español y occidental se caracteriza frente a épocas precedentes como todos tenemos bien sabido por una moralidad más relajada, más tolerante y más plural. El recurso al mito antiguo en la poesía se hace a veces para dar apoyo a opciones morales contrarias a las más tradicionales. Así lo podemos ver en la poesía de última hora y en relación a algunas recreaciones del mito de Ulises, personaje tan llamado a la perduración en nuestro tiempo, no sólo por la perpetua fascinación ejercida por la Odisea, sino por otras reincidencias temáticas posteriores en el andariego personaje tan exitosas como la novela de Joyce o el poema «Ítaca» de Cavafis. En efecto, se adaptan las aventuras del antiguo viajero a la vida contemporánea y a sus modernos laberintos, tentaciones y escollos, en la línea de Joyce, y se sigue ponderando el atractivo del viaje y de sus etapas como superior al que ejerce la meta final de Ítaca, acaso en un intento soterrado de alumbrar para el hombre de nuestro tiempo horizontes más inmediatos, pero también más cosmopolitas y menos sujetos a las pequeñas patrias, o en la intención tal vez de alentar hacia el carpe diem en detrimento de la persecución de lontananzas últimas y postrimerías ultramundanas, inseguras para muchos y arriegadas para todos. Pero es curioso ver también cómo Penélope, la esposa, pierde terreno y atractivo frente a Circe y Calipso, las amantes efímeras. Y es curioso que son a veces las poetisas las que hacen hablar a los personajes del mito defendiendo el amor pasajero frente al amor de por vida, como sucede en este poema de Silvia Ugidos (Oviedo, 1972), titulado «Circe esgrime un argumento», de su libro Las palabras del delito (Barcelona: DVD, 1997):

 

 

                               Si regresas, Ulises,

                               encontrarás alí en Ítaca una mujer cobarde:

                               Penélope ojerosa

                               que, afanosa y sin saberlo,

                               le teje y le desteje una mortaja

                               al amor. Ella pretende

                               aferrarse y aferraros a lo eterno.

                               Si regresas,

                               hacia un destino más infame aún

                               que éste que yo te ofrezco

                               avanzas, si vuelves a su encuentro.

                               Más enemigo del amor y de la vida

                               que mis venenos

                               es vuestro enamoramiento, vil encierro.

 

 

Y el poema concluye, casi epigramáticamente, con este verso final de burlona ironía en la boca de Circe y recurso inesperado a la expresión vulgar:

 

                               Quédate, Ulises: sé un cerdo.

 

 


FUENTE: http://masquemuchaspalabras.wordpress.com/

 
Conclusión     

 

Lo clásico, en definitiva, es un ingrediente de la literatura occidental en todas sus épocas como bien ha mostrado entre otros Gilbert Highet, incluso en épocas tan iconoclastas como la actual de la informática y la globalización. (Y es totalmente sensato, ya que es posible hacerlo, encaramarse a los hombros de aquellos gigantes para contemplar la realidad desde su altura y no contentarse con ser enanos ramplones y reptiles por el suelo, que sólo ven lo inmediato). Pero en estos últimos tiempos el uso de lo clásico adquiere orientaciones particulares y distintivas, según hemos ido ejemplificando: actualizaciones de los viejos temas y proyección de lo antiguo en lo contemporáneo, yuxtaposiciones, desmitificaciones e ironías burlonas, desarrollos antifrásticos, dislocaciones y anacronismos, cambios de punto de vista, salto de lo heterodiegético a lo homodiegético, conversión de los propios autores antiguos en tema literario, etc. La vigencia de lo clásico se mantiene intacta y es siempre un fundamento que confiere a quien en él se apoya el carácter prestigioso de lo ya validado, de lo modélico, de lo que se conoce y se acepta. Y además de ser un arsenal inagotable de materiales y formas, es siempre flexible, moldeable y versátil, capaz de plegarse a las múltiples situaciones del hombre y del mundo. En fin, dado que Occidente se nutre de la cultura clásica grecolatina y dado que la cultura de la globalización tiene en Occidente su sede privilegiada, resulta innegable esta conclusión: que estudiar la tradición clásica es un camino necesario para conocer las raíces de la cultura global. Y somos cada vez más los que pisamos ese camino en busca de las fuentes.

 



[1] Cf. U, Beck, )Qué es la gobalización? Falacias del globalismo, respuestas a la globalización, Barcelona: Paidos, 1997, pp. 1-39.
[2] Y constatamos aquí cómo, felizmente, el epíteto homérico de Ulises apunta a una cualidad que ha de ser con el tiempo un atributo de lo clásico en general, clave de su éxito. Y cómo, en consecuencia, tal feliz coincidencia hace posible entender al personaje de Ulises como símbolo prospectivo de lo clásico.
[3] Cf. J. Gómez Espelosín, El descubrimiento del mundo. Geografía y viajeros en la antigua Grecia, Madrid: ed. Akal, 2000. Y L. A. García Moreno-F. J. Gómez Espelosín (eds.), Relatos de viajes en la literatura griega antigua, Madrid: Alianza, 1996.
[4] Historia de la literatura clásica griega, ed. Albatros, 1973, p. 158.
[5] Historia de la literatura griega, Madrid: Gredos, 1968, p. 692.
[6] Leo la traducción italiana: La stoa. Storia di un movimento spirituale, Florencia: La Nuova Italia, 2 vols., 1967.
[7]
La trad. de I. Roca (Madrid: Gredos, 1986) trae una oportuna nota a este pasaje, en la que remite a la obra de M. Gentile, I fondamenti metafisici della morale di Seneca, Milán 1933, p. 38, para acceder a una lista de de pasajes en la que se expresa este cosmopolitismo senecano.
 [8] Muchos de esos textos los extraemos del magnífico libro recopilatorio de P. Conde Parrado-J. García Rodríguez, Orfeo XXI. Poesía contemporánea y tradición clásica, Gijón: Cátedra Miguel Delibes-Libros del Pexe, 2005, que hemos reseñado y valorado muy positivamente en Cuadernos de Filología Clásica. Estudios Latinos 27, 1 (2007) 203-207.
[9] «La poesía», en Siete noches, Obras Completas, Barcelona: Emecé, 1989-1996, III, p. 256. Cf. F. García Jurado, Borges autor de la Eneida, Madrid: ELR ed. 2006, pp. 62-63.

 

 

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