Doble Redención
Eduardo Muñoz García
Doble Redención
Persévero sentía el peso de la soledad a pesar de estar rodeado de familiares en aquella celebración de su santo. Se hallaba más acompañado en el autobús, en la escuela o en el trabajo que entre los alborotadores que brindaban en aquel momento, pero lo que más calmaba su soledad era Andrea, una muchacha con la que solía hacer excursiones por la montaña.
Recordó haberla conocido un invierno en la cordillera Herciniana, no lejos del mar Tetis. Habían salido de casa muy temprano acompañados de un grupo con la intención de ascender un monte de gran altura. Tras un par de horas flanqueando una ladera nevada, el grupo se había diseminado ante una abrupta pendiente, en busca de una ruta que les permitiese alcanzar la arista cimera. Andrea se había quedado rezagada y había comenzado a subir por un suave corredor con nieve blanda que poco a poco se hizo más empinado y la nieve dio paso al hielo. A mitad del recorrido se percató de la dificultad de continuar por aquella ruta y se había detenido tratando de descubrir una salida alternativa de aquel tubo en que se había enriscado sin proponérselo.
Persévero la había visto progresar y siguió sus huellas. Estaba caminando en pos de una veinteañera, no tanto por el atractivo de su físico, sino porque le estremecía la idea de dejar a alguien por el camino, pues en el curso de su vida ya eran unos cuantos los que habían perdido el ritmo y solo habitaban en el recuerdo; incluso se le había levantado algún esqueleto de la tumba.
No olvidaba aquella arista afilada, cuyos rebordes habían quedado totalmente cubiertos por la nieve, sin una pausa en su blancura. Sus únicas competidoras eran unas nubes albinas en que el viento había horadado una cavidad por la que se filtraba un trozo de cielo, como una alusión de esperanza. En el corredor, unos metros por encima de Andrea, una roca empotrada ocultaba el sol proyectando una sombra lóbrega. La había visto avanzar tercamente unos pasos más, hasta convencerse de que aquel peñasco incrustado en la canal sólo podría superarse con un complejo material de escalada. Cuando miró hacia la vaguada se había quedado aturdida al observar el abismo que se interponía entre ella y el acogedor seno del valle.
La fiesta había acabado y sus familiares habían dejado la casa. Persévero extrajo el certificado de la última empresa en que había trabajado y lo colocó en una carpeta para acudir a la mañana siguiente a las oficinas de desempleo. Esa obligación le incitó a huir de la realidad, a soñar que todo seguía como en los viejos tiempos. Volcó en una copa el culín de una botella y se llevó la mano hacia la quemadura en el lado derecho del cuello. Cuando bebía podía sentir aún la mordedura de aquel leño incandescente sobre su piel. La copa se había quedado de nuevo vacía y buscó algún resto de vino entre las botellas que se mantenían en pie. Se recostó y comenzaron a caminar unas imágenes esplendorosas mecidas por Dionisos.
Había alcanzado a la muchacha y una fuerza interior le había impulsado a sobrepasarla y dirigirse hacia el obstáculo para salvarla al estilo de los romances, pero una vez más comprobó que no tenía madera de héroe.
Al incrustar en el hielo la punta delantera de sus botas hacía saltar esquirlas transparentes que llovían sobre Andrea, cegándola, por lo que decidió colocarse de nuevo por debajo y dirigirse a ella por primera vez para sugerirla que desistiese de alcanzar por allí una salida. Andrea recuperó el ánimo al sentir la presencia de aquel desconocido. Así y todo, el descenso de aquel tramo se presentaba complicado. Ambos sabían que en cualquier declive fuerte era más sencillo avanzar hacia lo alto que retroceder.
Había comenzado a descolgarse asentando cuidadosamente el cerco delantero de su calzado en la nieve helada y, sosteniendo con fuerza el mango del piolet, utilizaba la azuela del mismo para tallar peldaños por encima de él, con la intención de que la muchacha se apoyase y mantuviese el equilibrio. Al inicio ella resbaló y un pie se clavó en su cuello, produciéndole un corte generoso, pero la mente de él se hallaba demasiado ocupada en salir de aquella pendiente y no prestó atención al tinte bermejo que estaba adquiriendo el costado derecho de su chaqueta.
Paso a paso, muy lentos, descendieron de cara a la pared todo el tramo escarpado. Paulatinamente sus pies iban encontrando más apoyo. Al separarse del corredor, el viento les saludó con fuerza y su sombrero voló por los aires, dejando al descubierto unas canas enmarañadas, húmedas por el esfuerzo. Cuando alcanzaron la ladera suave, se detuvieron aliviados y por primera vez se miraron de frente. Andrea reparó en la herida. Qué delicado, pensó ella, hubiera sido sacar un fino pañuelo de satén y enjugar el cuello de su protector, pero tuvo que limitarse a volcar el resto de su cantimplora y apoyar una servilleta de papel hasta que dejó de sangrar.
Aquel primer contacto estableció un lazo de amistad entre los dos que se hizo más firme cuando unas semanas más tarde coincidieron de nuevo por azar en la reunión de una Cooperativa. Se había hecho un descanso tras unas horas de debate y al salir al vestíbulo ambos se quedaron perplejos ante la presencia del otro. Andrea, más decidida, se acercó a él. Sus ojos rastrearon el cuello de Persévero y, en aquel entorno, poco apropiado para un escarceo amoroso, posó con ternura sus labios sobre la cicatriz. Así sería en lo sucesivo su saludo. Nunca se elevarían aquellos carnosos pétalos hacia otro destino que no fuese su cuello; sólo en una ocasión trazarían otro rumbo.
Al acabar la junta a mediodía se dirigieron a tomar unos bocadillos a un bar cercano. Cuando salían de aquella finca en que se celebraban las reuniones, Persévero repasó con la mirada los familiares graffiti que adornaban las naves de enfrente, una multitud de firmas, la mayoría ininteligibles, escritas con tintas muy diversas. Era curioso que aquellos jóvenes necesitasen llenar la ciudad con el logotipo de su nombre. Quizás respondía a la cultura social del momento, una época en que el “yo” había tomado una dimensión excepcional. Reflexionó si en épocas anteriores se había concedido al “tú” más espesor que ahora; aquellos tiempos en que las amas de casa enviaban a los pequeños a pedir a la vecina una taza de lentejas o un manojo de perejil. Ahora se dudaba si el vecino de al lado era veterinario o pocero.
Tras su entrada en el bar se relataron mutuamente las experiencias que les habían llevado a aquella Cooperativa. Ella era Arquitecto. Persévero restauraba muebles antiguos. Andrea había sido invitada el mes anterior por la Junta Rectora para colaborar en el proyecto de su expansión urbana. El puesto de trabajo de él se había amortizado con la crisis hacía ya más de dos años. Los primeros meses había recibido prestaciones de desempleo, pero después, una cadena de acontecimientos le habían dejado temporalmente sin recursos y se había decidido a crear con otras personas aquella Cooperativa. No hubo voluntarios que quisieran formar parte de la lista para Presidente, ya que suponía un notable esfuerzo personal, sin ninguna recompensa material. Tampoco Persévero había accedido inicialmente a presentar su candidatura, pero más adelante la voluntad de servir le había impulsado a aceptar.
Los dos coincidían en que lo que había desbordado los ánimos había sido aquel último decreto del Poder, sin ideas para hacer frente al paro y al gasto público, como no fuera la nueva Ley para financiar la Sanidad, que dejaba sin asistencia médica una serie de enfermedades. Andrea arremetía con vehemencia contra aquella disposición que retiraba a los consumidores de tabaco el tratamiento en enfermedades del tórax y se exasperaba todavía más cuando recordaba que sólo recibirían atención ginecológica aquellas embarazadas por casos de violación; el resto de mujeres quedaban excluidas, pues el decreto argumentaba que si habían consentido voluntariamente con su pareja la concepción de un bebé, el resto de la sociedad no tenía por qué pagar sus devaneos amorosos. Él se llevaba a la boca en ese momento el panecillo y le respondió que un familiar cercano había tenido que acudir a la medicina privada por una úlcera de estómago, ya que en la pública le habían negado ayuda, pues se habían percatado de que existían antecedentes de gula en su expediente. La conversación estaba tomando un derrotero que amenazaba con amargarles su frugal comida, por lo que casi al unísono hicieron ademán de coger el chaquetón y abandonaron el local.
Cada mañana, Persévero se dirigía a impartir una clase en la Escuela de Artesanía y después marchaba al taller de ebanistería que había iniciado, abrumado por las pequeñas deudas contraídas. Daba ocupación allí a docena y media de personas que se encontraban en igual situación, entre ellas una joven embarazada que para recibir asistencia médica, de común acuerdo con su pareja, había presentado una denuncia por violación. Los tribunales de justicia no habían tenido más remedio que condenar a su amigo y éste aprovechaba el tiempo en la cárcel terminando su carrera de Abogado, con el estímulo de recurrir su sentencia tan pronto se licenciara.
Su celda se encontraba en el ala más tranquila, pues la mayoría de aquellos reclusos eran muy respetados, ya que estaban implicados en procesos por recalificar ilegalmente terrenos. Compartía alojamiento con un ex-alcalde, que no tenía sentimiento de culpa, pues se vanagloriaba de haber creado riqueza promoviendo cinco mil viviendas en su población serrana de ciento cincuenta y tres habitantes. Se jactaba de que de los ciento cincuenta y tres, sólo él y su cuñado se habían enriquecido. Conservaba vanidosamente unas fotos aéreas que mostraban la osamenta de aquella macro urbanización encaramándose por las laderas del monte público.
El taller se hallaba camuflado en el cobertizo aledaño a un gran patio de una finca de los arrabales. Era espacioso, con las paredes blanqueadas. Cada herramienta ocupaba su sitio. En un extremo se hallaban apilados algunos tablones y los operarios se afanaban trabajando sobre unos bancos instalados en el centro. El aroma de la madera empapaba el aire. La escena sugería un himno a la concordia. Unos lijaban, otros encolaban, otros barnizaban algún mueble ya ensamblado y listo. La joven embarazada llevaba las cuentas y atendía llamadas y visitas en una habitación contigua. Desencantados por la situación, nadie pagaba impuestos. Persévero había mantenido una gran lucha consigo mismo antes de animar a sus colaboradores a seguir su ejemplo.
De los ingresos que obtenían se deducía la cuota que había de aportarse a la Cooperativa y el resto se repartía según habían estipulado. Con esos ingresos, la Cooperativa proveía a cuantos afiliados necesitaban ayuda por no estar ocupados. También atendía las pequeñas obras de mantenimiento de aquellas manzanas de viviendas. A su vez participaba con otras Cooperativas contribuyendo con una cantidad a una Coordinadora de Distrito, que velaba por las necesidades de pavimentación de calles, alumbrado, jardinería, recogida de residuos y cuantas obras y servicios requiriese la población residente, incluidas la sanidad y educación.
Un fin de semana tras otro, Persévero se trasladaba a las montañas cercanas, unas veces solo, otras con el grupo del Distrito. En esas ocasiones coincidía con Andrea, a la que se había ido acostumbrando. La excursión no le resultaba completa si ella no estaba presente. En una de aquellas caminatas había sabido por la muchacha que tenía novio. Se llamaba Angeldor. Era un Economista de los buenos. También tocaba el clarinete en una orquesta con la que ensayaba muchos festivos y ella aprovechaba esas ocasiones para practicar su deporte favorito.
Desde que conocía a Andrea no dejaba de pensar que si existiese alguna montaña dorada que te acogiese después de este viaje, debería haber una cierta armonía en el trayecto.
Al inicio de las excursiones en grupo salían todos andando en masa, a paso precipitado, pero al poco rato los ánimos se calmaban y se dividían en camarillas pequeñas. Persévero buscaba a Andrea y a ella le agradaba escuchar sus anécdotas. Él formaba parte de esa comunidad, cada vez más reducida en número, de personas poco agraciadas. Era feo, pero se sentía a gusto de pertenecer a esa minoría, pues de no existir ellos como referencia, ninguna persona hermosa sería calificada como tal. Se trataba de un servicio más a la sociedad, pues eran como unos voluntarios que no se hacían ortodoncias ni cirugía, fieles siempre a sus imperfecciones. Andrea le escrutaba el rostro a hurtadillas y no podía evitar que sus labios acabasen dibujando una sonrisa divertida.
La joven caminaba a buen paso, pero había veces que en los senderos empinados perdía el resuello. Su madre, con tendencia a la obesidad, había fumado mucho en su juventud. Les decía a las amigas que los cigarrillos le disminuían el apetito. Nunca se había esforzado en quemar calorías practicando algún deporte. Sin embargo, se había afanado con denuedo en destruir alvéolos pulmonares. Quizás los sofocos esporádicos que Andrea sufría fuesen una herencia.
Angeldor ocupaba un puesto de cierta relevancia en el Poder. Trabajaba en el Departamento de Economía, pero lo había dejado temporalmente para dedicarse a la política. Estaba obsesionado con el orden y era un fiel devoto de las Leyes. Por ejemplo, no entendía que se pudieran anteponer los problemas individuales a la obligación de acudir puntualmente al trabajo. Temeroso de retrasarse por algún atasco, llegaba con antelación al despacho, coincidiendo sólo con el personal de limpieza, que acababa en aquellos minutos su jornada. Ajeno a los problemas esenciales, se esforzaba inútilmente en conversar con ellos, pues era como si hablasen una lengua distinta. Los limpiadores se quejaban de que les hubiesen disminuido el sueldo con el argumento de la deflación. No acertaban a comprender que la estadística mostrase una disminución en los precios, cuando ellos habían notado una subida en gran parte de los artículos que consumían. Él intentaba convencerles de que aquella crisis era para favorecerles, que la crisis había sido provocada para defenderles de la competencia de los países emergentes, que si no detenían el incremento de los precios no podrían rivalizar con esos estados y se produciría el caos por la pérdida masiva de empleos y ellos serían los primeros en sufrir las consecuencias.
El joven economista no se veía con su novia a mediodía, pues siempre estaba comprometido a esas horas. No había una sola negociación que no se sellase con un banquete. Daba la impresión que el ramo de hostelería estaba sufriendo algo menos la crisis, pues cualquier reunión de empresa, de sindicato o de partido, había de saldarse con una comida en el restaurante de moda.
Andrea intentaba contagiar su pasión por la montaña a Angeldor. Aprovechando un festivo en primavera en que éste no tenía que ensayar, acudieron juntos a una excursión. La joven procuró que su novio se sentase en el autobús junto a Persévero. Una vez más el deporte reunía personas de la naturaleza más dispar. Éste último sentía hacia Angeldor una especie de fetichismo espiritual, como de veneración hacia un ser superior, pero ésta se fue desvaneciendo a medida que hablaban.
El novio de Andrea se extrañaba de que su interlocutor se hubiese resistido a ser Presidente de una Cooperativa, pues Angeldor conocía las ventajas de ostentar cualquier cargo por las sustanciosas prebendas que permite el tráfico de influencias. Persévero le respondía que en las elecciones en que él había salido elegido, los votantes se decidían hacia personas conocidas, con la esperanza de lograr el mejor gestor. Angeldor se sintió herido en su amor propio, al percibir la alusión directa de que su puesto en el Poder había sido determinado por el voto hacia una lista cerrada, en que la mayoría de los nombres que contenía eran absolutos desconocidos para los votantes, que nunca podrían palpar en carne y hueso.
En esos momentos el autobús se detenía en lo alto de un puerto y los excursionistas descendieron para recoger sus macutos de la bodega del vehículo y calzarse las botas para iniciar la caminata. Persévero alargó sus bastones de marcha e invitó a la pareja a ponerse en camino. El sol comenzaba a asomar su disco y el horizonte se tiñó de oro viejo. Poco después unas nubes vacilantes dejaron escapar unas vetas azul turquesa. La traza celeste parecía moverse indecisa.
No tardó en reanudarse la conversación. El terreno era amable y ondularon dos polaridades. Angeldor defendía la Ley. Persévero defendía la Justicia. Angeldor se interesó en cómo repartía la Coordinadora sus recursos. Persévero le contestó que éstos se distribuían por igual entre los barrios, sin diferenciación. No había necesidad de dar más a algún distrito para captar sus votos y seguir medrando, en detrimento del resto de los ciudadanos. Lo esgrimió de ejemplo de cómo una ley podía ir en contra de la justicia. Angeldor comenzaba a sentirse incómodo por aquellas palabras y se defendió diciendo que las decisiones en el Poder siempre buscaban el beneficio de la sociedad y no los intereses del partido. Una estudiante joven les rebasaba en ese momento y no pudo evitar una carcajada al oír aquella respuesta. Angeldor permaneció pensativo el resto de la excursión.
La calidad de vida que comenzaba a observarse en las barriadas administradas por las Cooperativas atrajo la atención de cuantos habitaban en la gran ciudad y con el paso del tiempo hubo muchos que emularon la conducta de los cooperativistas. El Poder, con menos recursos cada día, no atendía sus compromisos. Los dirigentes de aquellas dedocracias fallidas perdían credibilidad. Comenzó a palpitar la ilusión de que el éxito de aquellos objetores trajese un profundo cambio en las instituciones.
Hacia el final del otoño, Andrea y Persévero salieron una vez más en una excursión comunal. Se dirigían hacia un monte que la leyenda proclamaba ser hogar de los dioses. Estaba defendido por una cresta rocosa que desde lejos parecía invulnerable, pero ambos conocían el secreto para someterla. Se trataba de un canalizo en diagonal, cuyo extremo superior daba acceso a una chimenea con piedras inestables, que una vez superada permitía alcanzar la cumbre con facilidad. Tras coronarla, al poco de sacar unas golosinas para reponer fuerzas, la nieve primeriza comenzó a cubrir todos los rincones y hubieron de darse prisa en destrepar los tramos más delicados antes de que la roca húmeda impidiese la retirada.
Ya habían alcanzado el lomo desnudo de la montaña cuando el viento comenzó a arreciar y los finos cristales de hielo se acercaban en remolinos incrustándose en la cara. Él dirigía la marcha cuidando de volver por sus mismos pasos y Andrea trataba de escudarse detrás. Les rodeaba una niebla densa que proyectaba sombras engañosas y la orientación se hacía muy difícil. El viento ganaba en intensidad. No se apreciaba ningún hito, ningún accidente que permitiese identificar la vaguada correcta, pero había que perder altura para protegerse de la tempestad. Era un signo de que los dioses habían considerado prematura la entrada en su morada, como si aún reservasen una misión que cumplir.
Descendieron durante mucho tiempo sin hallar una señal familiar que identificase el terreno por el que se movían. El esfuerzo comenzaba a mermar las fuerzas de la muchacha y la nieve se iba acumulando haciendo aún más penosa la marcha. A punto de anochecer, pudo distinguir una roca en forma de visera, que podía ofrecer algún abrigo. Andrea se hallaba casi inconsciente. No habían salido preparados con equipo invernal, por lo que Persévero se desembarazó de la chaqueta y la puso sobre la joven, acurrucándola al fondo de la grieta, y él se sentó a su lado, con las piernas en la mochila.
Las horas transcurrían lentas en aquella posición, de cara a las negras siluetas que la nieve cubría sin pausa. Intentaba mantenerse despierto, moviendo los pies dentro de su macuto, pero el frío intenso iba entumeciendo sus miembros. Poco a poco sus movimientos se hicieron más lentos y una gran laxitud se fue apoderando de él. Al amanecer, una aureola misteriosa se proyectaba sobre la roca sin encontrar respuesta. Poco después, un boyero que se dirigía a rescatar su ganado les descubrió.
Al enterarse Angeldor, se dirigió esa mañana sin prisa hacia su despacho. Por primera vez se liberaba de la dictadura de las manillas del reloj. Se sentó frente al ordenador y envió cartas por las que dimitía de todos sus cargos. Seguidamente, sin una mirada a su entorno, abandonó el edificio y recogió a Andrea. Unidos del brazo se encaminaron a la Cooperativa, donde se ofreció como candidato para ocupar el puesto de Presidente.
Por la noche, en aquel patio poblado de latidos fuera de compás, los tonos de un clarinete quebraron el silencio, ciñéndose desvalidos al Laudate Dominum de Mozart. Desde una sala blanca, impregnada de esencias, se desgarró el telón lechoso de estrellas y una gélida corriente anegó las cuencas empañadas.
Una joven se destacó de la multitud y templó la quemazón de sus labios apoyándolos sobre aquellos que, arrebatados por el compromiso, yacían inertes.
Aquel calor popular disolvió su soledad. Persévero acogió con gratitud aquella muestra de amor y tras extender los brazos descansó en paz.
Eduardo Muñoz García
Nacido en Madrid en 1942. Es Licenciado en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la Universidad Complutense de Madrid y Máster en Estudios Interculturales y Literarios por la misma universidad. Actualmente prepara un proyecto de tesis doctoral en la Facultad de Ciencias de la Información.