Parece inevitable asomarnos a las
aguas convulsas de la crisis que padecemos cuando analizamos cualquier fenómeno
con implicaciones sociales. Al fin y al cabo, la poesÃa es un arte milenario
inseparable de la vida social y cultural, por mucho que siempre haya alguien
empeñado en anunciarnos su defunción. De hecho, si por algo se ha caracterizado
nuestra publicación es por la afirmación del valor antropológico del hecho
poético. Por la percepción de la poesÃa como un arte universal enraizado en lo
humano, antes que en cualquier consideración literaria o cultural. De hecho, la
poesÃa es siempre palabra provocada, y precisa, por tanto, de un factor de
conmoción para suscitarse y acertarnos en el blanco de nuestras exigencias
estéticas y morales.
La crisis nos hace responsables frente al uso
del dinero, y frente a las demandas que esgrimimos a quienes tutelan la organización social, es
decir, los polÃticos. Si es necesario exigir a los poderes públicos que no rijan
su actividad según criterios que no parecen hechos a la medida del hombre, proteger
la poesÃa no puede confundirse con tutelarla y sostenerla desde estos poderes, y
mucho menos en el momento de actual temblor económico. Proteger la poesÃa es
responsabilidad, antes que nada, de los que aman la poesÃa, si la aman.
Es cierto que la poesÃa nunca ha
recibido demasiado, por no decir casi nada, de las administraciones, pero no es
menos cierto que si la crisis es una oportunidad para devolver a
la sociedad civil su protagonismo, mucho más lo es para los artistas. Sabemos
que el arte hoy no cotiza, no se valora y no devenga el prestigio social de
antaño, ni en quienes lo producen ni en quienes lo consumen, pero a nosotros
nos interesa el arte en la medida en que cambia nuestras vidas, no en la medida en que
las engorda.
La crisis económica que vivimos
es, antes que nada, crisis social, crisis antropológica. No se ha llegado aquÃ
de manera casual. En este sentido, el primer activo es cincelar lo humano. Dar
con el quid. Si el arte es una apuesta por la belleza,
por la verdad, por el cambio de la persona a partir de estos factores, porque
nos permite experimentar esa vibración común que nos es propia y por la que se
ensancha nuestro punto de fuga último artÃstico y personal, el arte es un lugar
para la conmoción –y con frecuencia no hay mayor conmoción que la crÃtica más
acerada o el desgarro más descarnado– y la poesÃa es un lugar para el arte, un
anfiteatro de palabras donde tocar el alma de las cosas, para hacerlas llorar
en su inevitable caducidad y destino, para hacerlas exhalar el espÃritu que las
redime y ofrecérnoslo como un panal.
«Hay lágrimas en las cosas que tocan el alma humana»,
decÃa Virgilio. Nuestra poesÃa serÃa de otra manera si estuviera guiada por
esta conciencia de la desproporción que genialmente describe el poeta latino. Y
ganarÃa en la crisis.