Ofrecemos a continuación el poemario íntegro, Sima de pájaros, de Celia Camarero. Como se explica en el artículo «Sima de pájaros. Homenaje a Olivier Messiaen. Un proyecto sobre las relaciones entre música y poesía», que para nuestra publicación ha preparado a autora, en este libro «cada fragmento constituye una estrofa cuyo número de sílabas es simétrico si tomamos como referencia el centro del poema. Cada poema se traba como un doble ejercicio de libre medida hasta su mitad y de medida obligada desde la mitad hasta el final» Se rinde homenaje, de esta manera, a los palíndromos rítmicos (patrón no retrogradables según la tradición hindú y el uso de ella que hace la música de Olivier Messiaen) empleados por el compositor francés en su música inspirada en el canto de las aves.
Sima de pájaros. Homenaje a Olive Messiaen. Celia Camarero, Ibi Oculus, 2011
La chova piquigualda
La oropéndola
El roquero solitario
La collalba rubia
El cárabo común
La alondra totovía
El carricero común
La terrera común
El ruiseñor bastardo
El roquero rojo
El busardo ratonero
La collalba negra
El zarapito real
Paul Dukas decía: «Escuchad a los pájaros: son grandes maestros». Yo confieso que no he esperado este consejo para admirar, analizar y anotar el canto de los pájaros. Los pájaros, con la mezcla de sus cantos, forman una maraña de pedales rítmicos sumamente refinados. Sus contornos melódicos, en particular los de los mirlos, superan en fantasía a la imaginación humana.
Olivier Messiaen. Técnica de mi lenguaje musical (1944).
El misterio alado despierta pensamientos alados.
Vladimir Jankélévitch. La muerte (1977).
Le chocard des alpes; Pyrrhocoras graculus
LA CHOVA PIQUIGALDA
I
El paisaje lo conforman manos, manos térreas, salinas, manos frente al abismo, manos escarpadas de granito carnal, manos altísimas. Atávico, un profundo clamor alza, como torres, manos y cordilleras, dedos, dedos pétreos. La chova piquigualda atraviesa los hielos.
II
Su grito imprevisible, de procedencia inhóspita, como un interrogante nos asalta: ¿Puede la libertad batir crespones negros y ser pura? Carroñero es el mundo. La inocencia clama entre los silencios, sobrevive a la música.
III
Hay algo vivo, extremadamente lábil en el alma del glaciar. El córvido −alegría ascensional del ave− en estridente trance rebasa el circo, la rimaya abierta, la vertiente aterida de la roca. Amanece. La chova −agonía vertical del vuelo− luciérnaga negra, por el ascua del albor, grazna en picado, insolentemente.
Le loriot; Oriolus oriolus
LA OROPÉNDOLA
I
Apenas abandona los árboles más altos, gusta de la proximidad del agua, come del fruto de la higuera, su cuerpo es amarillo, vivamente dorado, y sus alas son negras. Su canto se oye nítido sobre todos los cantos, siempre viaja de noche, tan sólo por el día se alimenta. Decidme, ¿acaso no peregrina el hombre en fase oscura?, ¿no se escucha su voz, entre las voces, como el trino fugaz de la oropéndola? Si duro es el camino, ¿no es más sabio refugiarse en frondosas veleidades, amar los dulces higos en el verano, las bayas generosas, las riberas del río cuando, límpido, nos habla de canciones que nos parecen bellas? El caminante mira las rosas de poniente, bebe de arroyos entre peñas, gusta de la tranquilidad del bosque, apenas abandona los párpados al cielo.
II
La hembra no, las manos ceden discretamente su aureola dorada, delegan con gracejo gentil, en el verdor discreto del plumaje. El reflejo del río, berraña sobre los guijarros, se hace cuerpo de pájaro agraz como las uvas, aladas manos entre fruto y fronda, cautivadoras manos verdigrises, manos que cantan nanas escondidas al despertar las parras. Y un sonido de musgo, resplandor de rocío, cascada entre la espesura, es voz inaugural al contacto del solo comprender el silencio fecundo, cuando dando calor a la nidada, las alas no, la hembra.
Roquero Solitario. Fuente (Foto : © Francisco Segarra)
Le merle bleue; Monticola solitarius
EL ROQUERO SOLITARIO
I
Dime, ermitaño de los acantilados del color de la mar incognoscible, tú que escondes en roca tu pequeña morada, de qué monstruo se aparta tu furtiva visión. Dime, pez solitario de la brisa, pez profundo del aire, por qué ocultas tu imagen al poeta tímido. Tu melodía absorta en el silencio me dice que en otra soledad no estamos solos, me habla del amor con la voz de las Náyades. Mirlo de los cantiles, dime, qué te hace daño. Sólo anhelo tu tonada inocente, tu vestidura azul. Asciendes en mística comunión con el viento, haces coro al silbar entre las olas, por qué me niegas tu singular belleza.
II
Quizá lo sabe el padre de todos los juglares, el frailecillo de marrón estameña, el que invocó a la corza y a la música impuso la condición de callada. Él llamaba roquero solitario al hombre que aspira a lo más alto y ama la soledad, que pone el pico al aire del espíritu y escucha el canto de otros universos en la atenta bondad de la contemplación. Él llamaba roquero solitario al que muere de amor por lo recóndito y se encarama al hambre de una libertad más alta, mucho más que los acantilados, más que cúspide o cima, de la altura del abismo. El que anduvo descalzo, el fraile santo de la llama y la noche que descansa en la cueva donde el pájaro habita.
III
Algunos dicen: no es tan solitario porque canta su pena. Si eso no es soledad, si ese ruego no clama por su dios frente a las olas, ¿por qué ley sin piedad se rige el desamparo? ¿Por qué la desazón alada de lo serio alza su eremitorio en las espumas? No responde la música, tan solo me hiere con sus alas la llamarada azul de un pajarillo.
Le traquet stapazin; Oenanthe hispanica
LA COLLALBA RUBIA
Y me sentí desértica migración de mí misma hacia ninguna parte. Hacia ninguna, pero hacia el calor. Allí, estival la huída, rubio el pájaro, enmascarado con seda anaranjada y antifaz en los ojos el cuerpo tembloroso, allí, donde el verano rezuma entre las uvas, entre la carne sin fermentar aún, la collalba, gorginegra y traviesa, desafiaba al cielo y las vides sentían un estremecimiento exuberante y ácido. Pesaba el mediodía como pesa, sobre la piel, la luz ardiente de la fiera canícula. Nada, nada impulsaba un movimiento hacia el dolor de otra garganta al rojo, o imaginaba un duelo entre cantores, voz y luz; luz y voz, narrativa solar, en que se oculta la blanca herida de lo cenital. Tanto podía la pesadez del aire cálido y turbador; el tiempo es un extraño compañero cuando el deseo se pospone en los rigores del estío cansino. Allí, donde el viñedo madura lentamente la piel desguarnecida, donde la soledad se solaza en la collalba rubia, o se desliza hacia el centro, hacia el nido del pubis, hacia ninguna parte, hacia el olvido; migración del amor transida de recuerdos y sol insoportables.
La chouette hulotte; Strix aluco
EL CÁRABO COMÚN
Capaz de ver el tiempo desde el vértice, de volver la cabeza hacia el pasado o de girarla toda al porvenir sin que su cuerpo ceda al movimiento, es la curiosidad tallada en brillo de azabache del cárabo común, magia del bosque, estrábico deambular humano, siempre entre los opuestos. Sólo la misteriosa virtud del ave sabia, del discreto filósofo con alma de rapaz habita en el cuchillo de su inhóspita consigna, como navaja de Ockham en el tramo poderoso y virtual de la metáfora que así lanza sus ojos al vacío y su alarido al torso de la noche.
II
Nada penetra más, nada desnuda, hasta el tuétano mismo, los gastados huesos. Inquietante ulular, falo nocturno inserto en la inocencia del follaje como un apocalipsis anunciado. El estremecimiento, umbral de muerte presentida, cruza, frígido augurio, la hojarasca con tono, timbre y lógica de canto. Corazón terco que resiste al amor, hiende, como afilada selva, su inaudita estocada de luz aterradora.
III
Sigilosa es la voz de la razón cuando regresa al cuenco de las manos penetrada de música, viva. Un vuelo de silencio acompasa su ritmo, su altiva soledad. Tal vez vuelve de un viaje mitológico que ha convertido en alas sus alforjas de pluma, en arbusto prensil, sus dedos frágiles. Ha rendido su credo al árbol milenario, su caricia al rocío, y en el cuerpo de un cárabo, gime encaramada al filo de un vibrante clamar con el aullido de los ojos.
L’aluette-lulu; Lullula arborea
LA ALONDRA TOTOVÍA
Al ascender en círculos llamaba a su pareja con timbres tan hermosos que tuve que asentir: la seducción −enseña la menor de las aláudidas− es arte del oído, por el aire traza sus sinuosas sendas. Mirad, mirad su cresta diminuta, su corona brevísima de color impreciso. ¿Qué sortilegio esconde, qué sabia vanidad la eleva a linde de lo encumbrado y frágil? El avecilla invoca los secretos que penden −duermevela− de la frontera onírica. Acaricia con alas orientales las fauces de la aurora. Nace temprana la canción porque el amor madruga como yema −siempre la primavera nos redime− punzante en hueso rama. Totovía, alondra anunciadora en espiral centrífuga, centro radial del alba.
¿Tan rápido te marchas? Todavía falta mucho para que amanezca. Es el canto del ruiseñor, no el de la alondra el que se escucha.
William Shakespeare. Romeo y Julieta. Escena quinta, acto tercero.
Sólo discuten los amantes cuando el amanecer deja desnudos los ojos, y rasgada la luz del corazón. Canta la alondra, dicen, inoportuna, como el aviso infame de lo real adviene con la muerte −ya se extinguen las teas de la noche−. El ruiseñor bastardo, vate que contempla lo escondido en la sombra, vuelve a su cautiverio en las inmediaciones del oscuro, y la sangre núbil de la siempre inocente hunde su maldición en el plumaje temprano de la alauda, porque nada comprende más allá de la albura del lecho, porque nada desea más allá del encendido tálamo. Julieta, zaguán de los amores primerizos, puros, esperas simplemente −tan lentos transcurren los días infelices− que la flor se marchite, que se venzan las ramas donde el pájaro tuvo su nido. El yermo, como el aviso infame de lo real, regresa con el gesto madrugador del ave sedentaria, se deseca en el alba vocinglera si, por azar, descubren sus cuerpos huecos, los amantes.
Le rouserolle effarvatte; Acrocephalus scirpaceus
EL CARRICERO COMÚN
Es medianoche siempre junto al agua si el carricero vibra y, pizzicato de una tecla violín, se compromete con el sigilo audible del estanque. Inquieto, muerde un trémolo, y, desazón, se extiende el imperio del insomnio. Constante tiranía de la noche, la condición oscura nos desvela el sonido contrito de los límites. Pero si queda noche, queda tiempo para invocar la luz, para abrazarse al pájaro escondido, a la presencia que no se deja ver, a las raíces tan claras, tan ardientes de la música.
Le rouserolle effarvatte; Acrocephalus scirpaceus
LA TERRERA COMÚN
Y la llaman terrera porque nunca se posa en los árboles, porque ama el calvero, la retama de yemas apicales, la sobriedad de las estepas. A media altura, articula en la brisa −breve vasija sonora y ondulada de trazo justo, ingrávido− su texto primoroso, inciso musical sin pretensiones de maestra en el canto. Todo es, en ella, léxico, raíz concreta, sema recuperado para el raro equilibrio de lo mediocre, ras, prosa, pedregal, nadir que renuncia a la cima y a su vértigo. Y la llaman terrera porque nunca se posa en los árboles. En los árboles altos.
La bouscarle; Cettia Cetti
EL RUISEÑOR BASTARDO
Bastardo es el origen del poema que se oculta de sí con actitud de ruiseñor, templando el nominal deslumbramiento de las cosas, la voz que no designa. Bastardo, porque oculto en la espesura, como el ave, jamás se deja amar, y no consiente ser profanado, ser expuesto al destino del lenguaje errante. Se diluye en las manos, las hartas de teclado, las ágiles manos trepadoras −rara imagen de pájaro ratón que asciende por el tallo del carrizo−. Se diluye bastardo, sigiloso en el huir del tiempo, en la quietud, en el doblar rodillas de los dedos encorvados, antes de todo acorde, antes del canto.
Le merle de roche; Monticola saxatilis EL ROQUERO ROJO
I
Me dijeron que él regresaría con el pecho rojizo de tanto amar en vano la voz de quien espera. Sólo sé que volvió porque escuché un chasquido restituido al viento de la tarde, y una sombra azulada me habló de su cabeza. ¿Me enamoré de un pájaro? Quizá el farallón de piedra y la montaña esconden las grietas del tiempo, los secretos que alimentan la angustia. Sólo sé que volvió como los que regresan con el pecho rojizo de tanto amar en vano, canción eterna de un sino turbador.
II
Sé que volvió, pero no pude ver si traía prendido el arrebol o si la noche coronaba de azul sus pensamientos. Sólo escuché entre agrestes notas de luz, su canturreo raudo, una ráfaga tibia, deliciosa, apenas, la caricia de la felicidad que te toma y te deja en un único instante. Me conjuró la magia del túrdido encendido y, al mirlo del canchal, encomendé la tristeza sonora, el corazón lanzado a la planicie. Renuncié a su cabeza y a sus ojos, pero a su pecho, que traía prendido el arrebol, le di el resuello de mi juventud.
La buse variable; Buteo buteo
EL BUSARDO RATONERO
I
Cuando comienza el bosque a no ser bosque, deforestado el corazón, abierto el páramo al desierto de nieve. Cuando el invierno estático puede con todo, arranca toda inocencia, todo movimiento, lo presiento llegar, y sé que no estoy lejos del ratón de campo asustadizo y gris, desguarnecido en medio de la ausencia. Su silbante maullar, de felina intención, sobrevolando a ras una advertencia cruel contra las nubes, contra las alturas preludia cuerpo a cuerpo, sin alma, la intemperie. Y pérdida en la sombra del aire, erial desnudo, yelmo desolado vela mis armas el umbral del grito.
II
Conoce la rapaz de largo vuelo el timbre hostigador, el mordisco irritante de la corneja oblicua y maliciosa, pero avanza segura contra el celaje de un invernal augurio. Conoce la rapaz la cruel maledicencia, osadía que punza el envés de sus alas, pero guarda, hasta que el tiempo es límite, su instintivo girar sobre sí misma y ofrecerse al espacio en un golpe de alfanje asestado al azar sobre el destino del enemigo atónito. ¿Queda, acaso, nesciencia en el zumbido previo a la delgada frontera de la muerte? Tal vez, niebla, pudor del picado final, de la aventura.
La traquet rieur; Oenanthe leucura LA COLLALBA NEGRA
Collalba negra, sobre la rambla como chubasco de primavera virgen, semicorchea en vuelo desplegándose en blancos abanicos, si logré ser tu risa, no tu canto, tu blanquinegra forma y compostura, tu alegría implacable más propia del artista que del pájaro enzarzado en instintivo cortejo.
Le courlis cendré; Numenius arquata
EL ZARAPITO REAL
En bandada, coro y curva, forzando un horizonte finalmente redondo, henchido, múltiple regresa a la marisma donde el limo de origen que desconoce toda evolución comba la hipérbole de su largo pico. Conoció el madrigal volátil del alisio, el legendario agudo de la mendaz sirena. Conoció los fangales, la indefensión limícola, la audible seducción, la magnitud del mar. Regresa errático: la reminiscencia es retorno sin rumbo, condición del tiempo desolado. El estuario aguarda donde el amor se trata con la muerte, polifónico flujo de un estigma irresuelto.
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