El tÃo Alonso La penúltima Navidad del señor Burrows Mario Crespo Ballesteros
El tÃo Alonso
El tÃo Alonso habÃa escrito dieciocho novelas del Oeste, una detrás de otra: todas con un saloon conflictivo y un tahúr y apaches y muchas bailarinas de cancán. El tÃo Alonso firmaba Henry Quirt como podrÃa haber firmado John Smith o cualquier otra cosa que sonase a americano y sus personajes se bebÃan el whiskey de un trago, aunque él preferÃa el pacharán. Fue el suyo el primer cadáver que vi (y desde entonces sólo he visto otros dos, que hacen un total de tres). Llegó con un par de maletas y otra, granate, que llevaba dentro la máquina de escribir, y habló con mi padre en la escalera. Yo iba embutido en un pijama blanco, recién bañado, y me quedé cerca de la puerta, mirando a las dos sombras que hablaban en voz baja. Si el tÃo Alonso hubiese sido un perro, serÃa, sin duda, un galgo: estrecho, seco, como de madera. Creo que estuvo en casa un par de meses. Sólo hablaba de sus libros cuando yo le preguntaba, que era a menudo. Me prestó uno que se titulaba «Un dÃa mortal en Red Valley». TenÃa en la portada un cowboy con zamarra amarilla y paliacate rojo, los dientes apretados y el revólver en la mano derecha; el sombrero lo tenÃa resobado y lleno de venas blancas por el paso de los dedos. El tÃo Alonso en el sofá, mirando al vacÃo. El tÃo Alonso deshojando el periódico. El tÃo Alonso después de la comida, bebiendo cognac en una copa pinzada entre los dedos. El tÃo Alonso diciendo: Sois tan buenos. Porque le dejábamos quedarse en nuestra casa. En realidad el tÃo Alonso no era mi tÃo, era tÃo de mi padre, o sea, tÃo abuelo. Pero lo llamábamos tÃo y hasta entonces habÃa sido sólo el tÃo de Valladolid, sin más, y en nuestra casa lo veÃa yo tan fuera de sitio, casi, como un rascacielos en el Monument Valley. Ni siquiera podÃa ser el tÃo escritor, porque hacÃa mucho que no publicaba nada, desde que habÃan dejado de estar de moda las novelas del Oeste, que antes leÃan los camioneros y las porteras y los contables y casi todo el mundo, con los indios aullando y todo aquello, pero ya entonces habÃan dejado de leerlas. Cuando dejaron de leerlas, el tÃo Alonso se hizo corredor de seguros.
Detrás de la cabeza del tÃo Alonso, con sus gafas grandes de pasta, estaba siempre la ventana. Desde la ventana se veÃa un cartel amarillo que decÃa, en negro, REPARACIÓN DE CALZADO, y debajo, con las frases separadas por lunares: «Arreglamos todo: zapatos, prendas de cuero, maletas, bolsos, etc. Teñimos zapatos. Actualizamos zapatos antiguos de tortuga, serpiente o cocodrilo» (eso me hacÃa mucha gracia). «DUPLICADO DE LLAVES: dentada normal, coche, seguridad, fichet, cruz, paletón, tubular o regata» (y lo del paletón y la regata también me hacÃa reÃr). Hoy ya no hay cartel, porque han cambiado la zapaterÃa por un sex-shop con los cristales opacos; el dueño es un tipo con la cabeza afeitada que se asoma de vez en cuando y mira al suelo. Me recordaba al tÃo Alonso aquel cartel y me dolió cuando lo desmontaron. ¿Qué es un paliacate, tÃo?Es un pañuelo. Se secaba la boca con el dorso de la mano. ¿Y por qué no lo llamas pañueloPorque es un paliacate. Es más exacto llamarlo paliacate. Y suena como mexicano. El tÃo Alonso dormÃa en el escritorio, al lado de mi habitación, en una cama plegable. Por la terraza veÃa su ventaba y a veces me asomaba a espiar. Coleccionaba vitolas de puro. Le gustaba el consomé con un chorrito de Jerez. Mis padres me contaron que lo habÃan desahuciado porque se lo gastaba todo en el bingo y en las tragaperras, y mamá decÃa: Tiene un problema con eso, como cualquier persona tiene sus problemas. Pero no digas nada, ¿eh? Somos su única familia. Casi. Entonces aprendà la palabra desahuciar. Fue a los pocos dÃas de haber aprendido la palabra paliacate. A veces el tÃo Alonso escribÃa por las noches. Lo sé porque tronaba su máquina de escribir, eme, u, e, erre, te, e, y luego clin, clin. En su libro se encabritaban los caballos y habÃa peleas a puñetazos por una frase ambigua, pero los tiroteos se reservaban para los momentos importantes. - ¡Nos tienen rodeados, Billy! - ¡El revólver al suelo! - ¡Por todos los demonios!Y los indios bajaban desde la loma con sus penachos coloridos, golpeándose el pecho con los puños. Cuando terminé «Un dÃa mortal en Red Valley», el tÃo Alonso me prestó «Cita con la horca». Yo leÃa hasta tarde y a veces enrollaba la alfombra y la acercaba a la puerta para que la lÃnea de luz no me delatase ante mis padres. El ahorcado se balanceaba, grávido, con la brisa caliente. - Sois tan buenos. Una noche me despertó algo distinto. Era un ruidito seco y unos pasos. Y luego el ruido y los pasos y un salto. Estaba haciendo algo el tÃo Alonso, algo raro, y encendà la lámpara para mirar que eran las tres de la mañana. Me puse los calcetines y salté a la terraza. HacÃa frÃo. Acechaba detrás de la cama, con el sombrero puesto, el tÃo Alonso. Levantaba el revólver de plástico y apuntaba al aire con cara de galgo y al apretar el gatillo sonaba el clic, clic, clic. Saltó sobre la cama y crujió el somier. Vio en su ventana un trozo de mi cabeza, con el pelo a cazuela, y paró en seco. Se quitó el sombrero. A dormir. ¿Qué haces, tÃo?Nada. El tÃo Alonso, alto y patoso, desahuciado, con el sombrero de pana que a mà me parecÃa de cowboy, nos duró sólo un par de meses. - ¿Y por qué tienes esa pistola? - Es de mentira, hijo. Que estoy escribiendo una novela. Pero de esto a tus padres ni mu. - ¿Del Oeste? - Sà y no. - ¿Qué significa que sà y no? ¿Que las dos a la vez?Llevaba una bata azul con flores de lis. Tan entrañable, tan galgo, tan tÃo. Salté por la ventana, pisé la mesa y al fin me deslicé hasta el suelo. Habla bajo. Es del Oeste, pero es original. Trata –y se colocaba otra vez el sombrero- sobre unos extraterrestres que aterrizan en el Oeste. Y hay lo de siempre, un sheriff, indios y eso, pero se unen todos contra los marcianos. Las del Oeste, sin más, ya no las quieren los editores. Pero a ver ésta. PodrÃas ayudarme. Estoy reconstruyendo unas escenas; siempre lo hago. ¿Puedo hacer de marciano?Ponte aquÃ. El tÃo Alonso, o sea Henry Quirt, apuntándome con la pistola de plástico, guiñando el ojo derecho. El tÃo Alonso con un paliacate anaranjado sobre la bata. El tÃo Alonso con cara de John Wayne, feo, fuerte y formal, o no tan fuerte, más enclenque; y tiros, clic, clic, clic, y yo exagerando la caÃda, agitando los brazos. La silla de mimbre era caballo. El tÃo Alonso liquidando indios y extraterrestres y tomando notas en su cuaderno. El tÃo Alonso siempre en la frontera. El tÃo Alonso con sus predicadores que beben julepe de menta en el porche y sus damas raptadas por los sioux y sus tÃos duros que en el fondo son buenos, pero quieren vengarse, vengarse, y sus llanuras interminables del Oeste que él nunca habÃa visto, claro, pero que se parecen a las de Valladolid, aunque con búfalos. Henry Quirt fue siempre menos famoso que Marcial La fuente EstefanÃa y Silver Kane, pero él era el tÃo Alonso y los demás no. Cuando llegamos al último capÃtulo ya casi amanecÃa. Yo creÃa tener antenas y cuatro o cinco tentáculos verdes. El sheriff se escondÃa detrás de un peñasco. Disparó. ¡Salta! Caà hacia atrás con el tiro en el pecho, resbalé y perdà el equilibrio. Me agarré a la estanterÃa y cayó sobre mi cabeza un libro y luego tres o cuatro y llegué a ver cómo se derrumbaba solemnemente el mueble entero. Luego recuerdo poco: el tÃo Alonso regándome la cabeza con agua oxigenada, el paliacate salpicado de sangre, el susto de mi madre, la sonrisa rara de la enfermera y los siete puntos de sutura. Desde la cama, con los ojos apretados, escuchaba la voz de mi padre: que cómo se le ocurrÃa a un hombre de la edad del tÃo Alonso estar jugando a vaqueros a las seis de la mañana, que siete puntos de sutura, siete, que yo iba a perder dÃas de colegio, que menuda irresponsabilidad, que seguÃa siendo tan insensato como siempre y todo lo demás. Y luego el tÃo sonriéndome desde la puerta con el sombrero entre las manos, como si estuviese escurriéndolo. Al mes siguiente se murió el tÃo Alonso y fue el primero de los tres muertos que he visto (supongo que me quedan unos cuantos). En la cama plegable, tan frÃo, tan glorioso. TodavÃa anda por ahà su libro raro, lleno de pólvora, espuelas y platillos volantes. Lo terminé –faltaba un capÃtulo- y lo encuaderné en canutillo. Creo que se lo mandaré a alguna editorial que aún no se dedique a los libros de autoayuda.
La penúltima Navidad del señor Burrows
Y al señor Burrows se le ocurrió que, aprovechando el dulce verano austral, serÃa una buena idea ir a la playa en Navidad. Y el capataz, tras consultarlo, se lo llevó a Las Grutas en su furgoneta granate.
- La playa más linda de la Argentina –le prometió.
Y como el señor Burrows estaba muerto, al principio le dio un poco de miedo sumergirse en la masa de bañistas. Pero le gustó la playa. Se sentaron en la arena. El capataz llevaba una zamarra blanca, pegada al pecho por la humedad, y unas bermudas. Al señor Burrows no le gustaban los pantalones cortos; se caló una gorra de béisbol. El señor Burrows sólo querÃa mirar las olas. El señor Burrows estaba muerto. Tragaron brisa.
- ¿Sabés, Burrows? Traje aquà a mi mujer en nuestro primer verano.
El señor Burrows se emocionó porque la mujer del capataz estaba muerta, como él, y el capataz sólo tenÃa un ojo. El agua verdeaba cerca de la orilla y habÃa niños chapoteando y recogiendo conchas y piedras de colores y cristales gastados por el oleaje. Quizás habÃa también perlas. El muerto buscó alguna perla con la vista y después miró hacia la derecha. HabÃa dos chicas en bañador; en bikini verde, una; rojo estampado, la otra. No le pidieron autógrafos. Y habÃa un hombre que se parecÃa a John Lennon y les hablaba a las muchachas de AlfonsÃn. Y el señor Burrows sabÃa que Raúl AlfonsÃn era el presidente. El aire circulaba grávido y salado, muy caliente; tragaban, tragaban. A John Lennon lo habÃan matado a tiros. Johnn Lennon se drogaba. John Lennon corrompÃa a la juventud americana. Cuatro balazos.
Comieron sopa de cangrejo, mejillones a la provenzal y salmón al roquefort. Desde el restaurante veÃan el agua de color turquesa. Se rompió una copa. El capataz tenÃa poco pelo y el poco que tenÃa, sembrado por la cabeza, estaba blanco. La mujer del capataz no habÃa llevado bikini en aquel verano en Las Grutas. Burrows pensó que era porque Lennon y los hippies aún no habÃan corrompido a la juventud y se arrepintió al instante de pensar asà de un muerto, porque era Navidad y porque el entierro de Lennon le habÃa recordado a su propio entierro cuando lo vio por la tele y aún no hablaba español. No eran tan distintos, al fin y al cabo: Lennon, el capataz y él. La gente es parecida. Toda la gente.
La playa más linda del mundo. Luján y yo estuvimos en el balneario, ¿sabés? Diez dÃas. Y qué dÃas. Los diez mejores de mi vida.
Quedaba un dÃa para Nochebuena. A Burrows le gustaba la palabra Nochebuena. El español era asÃ: tenÃa palabras bonitas. Nochebuena. Y en inglés Nochebuena no tenÃa palabra: era sólo la vÃspera de la Navidad. Cortó el salmón con la pala de pescado. La carne se abrió, jugosa, en varios lomos sonrosados.
El capataz sabÃa quién era John Burrows, pero habÃa aprendido a no hacer preguntas. El yanqui paseaba por la finca y miraba a los caballos y alguna vez montaba; pocas. Le daba pena. Tan gordo. Devoraba pan entre los bocados de salmón. Se cansó de mirar a Burrows y volvió los ojos a la ventana, asomada a la playa: la orilla seguÃa saturada de bañistas. Y se le despeñó una lágrima mejilla abajo porque su mujer no estaba, porque un caballo le habÃa dejado sin un ojo, porque estaba comiendo salmón con un muerto obeso.
Jonh Burrows tragó, bebió agua y dijo:
Esta noche cantaremos canciones de Navidad. Cantaremos Silent Night y cosas asÃ, capataz, amigo. Esta noche.
Claro.
Y a Burrows se le esponjó el pecho de buenos deseos para Lennon, incluso, tan presuntuoso; y le pidió a Dios que estuviera en el Cielo. Él mismo podrÃa estar ya en el Cielo. La gente pensaba que estaba en el Cielo. Es duro, muy duró, pensó, no estar en el Cielo después de todo.
Burrows, ¿tenés ya un buen propósito?
No; no lo habÃa hecho todavÃa. Un hombre gordo fumaba un puro.
Aún quedan dÃas para el año nuevo. Tenés que hacer un propósito. Yo haré otro.
Se propuso ayudar al capataz con los caballos, divertir a los niños del rancho, adelgazar un poco, y postergó la selección final de entre tantas intenciones.
Cuando cayó el sol advirtieron que ya era Nochebuena. Burrows tenÃa aún las piernas llenas de arena porque se habÃa remangado los pantalones cortos y habÃa paseado por la orilla sin sandalias. HabÃa visto una medusa azulada que parecÃa de neón. Se quitó los calcetines y cayeron unos granos sobre la moqueta. Encendió la tele. Hablaban de AlfonsÃn. Se puso el albornoz. El capataz vendrÃa a su habitación y quizá cantasen juntos unas canciones de Navidad.
Llamaron a la puerta.
¿Ya estás en bata? Pensaba pasear. Tomemos un poco el aire, viejo. Lo pensó y dijo que sÃ, que volverÃa a vestirse; que, después de todo, era Nochebuena y estaban de vacaciones. Y los dos hombres, uno menudo y seco, excesivo y muerto el otro, salieron del hotel saludando al botones. Quedaba en la brisa una luz pálida. Oyeron voces y encontraron, en una esquina, una iglesia pequeña, de ladrillo, y a la puerta habÃa un montón de gente. Se acercaron. Era un pesebre humano.
¡Un pesebre, viejo!
La Virgen tenÃa diecisiete o dieciocho años y Burrows suspiró al verla y pensó que podrÃa haber sido su hija, una hija argentina que podrÃa haberse llamado Luján. Y San José tenÃa los ojos azules, casi aguados, y se apoyaba, lánguido, en el bastón. Y el niño. El niño no lloraba; estaba despierto. La gente hacÃa fotos. Un coro de jóvenes con guitarras cantaba y daba palmas. El cura iba vestido de blanco y se parecÃa un poco a Lennon, pero con el pelo corto. A Lennon le habÃan metido cuatro balazos. El cura dijo algo, pero hablaba muy rápido y Burrows no lo entendió todo: algo del Redentor del Mundo que se habÃa hecho humilde como los más humildes de entre los humildes, y el capataz no lo escuchó porque estaba pensando en su mujer y en los mejores dÃas de su vida y en que no era tan distinto, en el fondo, del muerto más famoso del mundo, o del segundo muerto más famoso, según las opiniones; o el tercero, si se contaba a Marilyn, pero, ciertamente, aquel cadáver ya estaba frÃo, como el de Kennedy. Y el de Evita. Y la gente no es tan distinta.
Y cuando se acabó el pesebre y el joven cura, detrás de sus gafas de Lennon, dijo que empezarÃan la santa misa a las doce, Burrows hizo su buen propósito: felicitarÃa a los participantes. Se lo dijo al capataz. El capataz lo apretó en un abrazo:
- Feliz Navidad –respondió, y sintió los huesos crujientes del capataz entre los dedos de su mano. Sonaron las campanas. Luego se acercó a saludar a la Virgen y la joven se asustó un poco al ver al muerto obeso y desconocido acercarse y Burrows pensó que antes las muchachas se derretÃan en sonrisas al verlo y le pedÃan autógrafos y ahora ya no lo conocÃa nadie, después de la operación. A san José le dio la mano. Y se acercó al cura, que estaba de espaldas, y le puso la mano en el hombro, sobre la casulla, y cuando se dio la vuelta, con sus gafas negras, lo abrazó. El capataz miraba desde lejos. El capataz sabÃa quién era Burrows: estaba vivo y sólo lo sabÃan tres personas en el mundo; una de ellas era él mismo. El sacerdote le devolvió el abrazo y abrió la boca, divertido, y enseñó un muro de dientes amarillos.
Después el capataz y Burrows se alejaron en silencio. No cantarÃan villancicos aquella noche. Y el cura que se parecÃa a John Lennon, pero con el pelo corto, nunca supo que John Burrows, es decir, Elvis Presley, el muerto obeso más famoso del mundo, el chico de Tupelo que querÃa cantar gospel, habÃa estado en su parroquia en las penúltimas Navidades de su vida.
Mario Crespo Ballesteros
Mario Crespo Ballesteros (León, 1987) es licenciado en Derecho por la Universidad Pontificia de Comillas. Ha obtenido un puñado de premios literarios, entre los que destacan el IV Premio «Candamia» de Relato Breve, el XXXI Concurso Literario «Isabel de España» en la categorÃa de relato breve o la XXIII edición del «Memorial Florencio Segura» en la categorÃa de narrativa.
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