Temo que no nos libramos de Dios, porque creemos todavía en la gramática - Friedrich Nietzsche



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Criaturas mutables
Un relato de Eduardo Muñoz García
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Criaturas mutables

Eduardo Muñoz García


Criaturas mutables


                                                                                                                                                       FOTO: enviada por el autor
             Eneandro esperaba su turno en aquella fila de aspirantes a propietarios. Lentamente la cola había ido avanzando y le permitía contemplar la maqueta del edificio a través de las vidrieras del local. Le desconcertaba que aquellas siete plantas pudieran contener cinco mil seiscientos apartamentos. El inmueble no parecía mayor que el hotel en que había pasado su noche de bodas. Este pensamiento le trajo el recuerdo de su joven esposa y cómo había desaparecido misteriosamente de su vida poco después de nacer su  hijo.

            La fila se movió algo más y pudo situarse bajo el dintel de la puerta de entrada, desde donde podía observar una pareja con tres niñas que se disponía a firmar el contrato frente al empleado de la inmobiliaria. La mujer sonreía. El marido se mostraba indeciso mientras contemplaba a sus hijas, la mayor de apenas cuatro años. Esa misma edad tenía Julio, su vástago, que caminaría ahora hacia la escuela de la mano de su abuelo.

 

La última etapa en Villa del Cuero había sido ardua, pero había combatido las estrecheces con largas jornadas a la intemperie, velando por  los cultivos. Todo cambió tras la desaparición de Crisanta. Al regresar una tarde del campo, Eneandro encontró a su padre preparando la cena, mientras el niño, en silencio, miraba fijamente hacia la puerta. Aún sentía en la mejilla el calor de un beso precipitado. Eneandro buscó inútilmente alguna nota, alguna explicación. Sólo encontró una carpeta conteniendo algunos planos, que ella  habría olvidado en su impulsiva huida.

 

Al poco de ausentarse su esposa, tras el tiempo de la recolección, mientras podaba absorto los sarmientos, Hermes, el cartero, se había presentado con un sobre voluminoso. Lo abrió precipitadamente pensando que pudiera contener alguna información sobre ella, pero halló en su lugar una orden de desahucio, acompañada de otros documentos legales. Se le comunicaba una fecha en que había de abandonar la casa y la tierra que les sustentaba, así como la posibilidad de presentar alegaciones.  Nada podía aducir, pues todo lo había heredado Crisanta antes del matrimonio.

 

Apenas transcurrido el plazo, una tarde, bajo un cielo ensombrecido por un desfile  de nubes beligerantes, había observado que al otro lado de la valla descargaban un animal metálico con tentáculos dispuestos a devorar. Sólo un ser sin alma podría separar aquellas cepas añosas de las raíces que succionaban la tierra. El operario le informó vagamente que iban a  elevarse allí unas viviendas de lujo. Fue en ese instante cuando tomó la decisión de marchar a la ciudad.

 

Una fría mañana tomó a su hijo de la mano portando bajo  el brazo izquierdo los escasos enseres que le era permitido llevarse. El abuelo les seguía a corta distancia. Deambularon hasta hallar un lugar en que guarecerse. La afluencia de gente de todos los rincones hacía difícil encontrar cobijo.

 

Sumido en estos pensamientos, hubieron de avisarle que era su turno para la reserva de la vivienda. Tras firmar el compromiso de compra se dirigió a su trabajo, repasando en el camino una vez más la estrategia que seguiría para los sucesivos pagos.

 

Pocos meses después le entregaron el apartamento. El abuelo sostenía de la mano al pequeño, mientras Eneandro manipulaba en la cerradura para acceder al interior. Un cierto matiz de estupor se reflejó en la cara de ambos adultos al penetrar en el piso. El zaguán de su casa en el campo era bastante más amplio que la desnuda habitación en que se hallaban. Se trataba de una única estancia que albergaba a la izquierda una diminuta cocina y en el rincón opuesto un cubículo que parecía un cuarto de aseo.

 

Esa noche se desveló pensando en que forma colocaría algún mueble para convivir con el abuelo y su hijo. De madrugada creía haber dado con la solución. Puesto que el techo se elevaba a 2,70 metros del suelo, construiría un forjado a 1,60 metros de altura y dispondría el salón-comedor en la parte inferior. En el espacioso nivel superior instalaría el dormitorio para él y Julio, disfrutando así de una cierta privacidad. Convertiría de ese modo un vulgar apartamento en un cómodo duplex.

 

Muchas familias con similares problemas de espacio copiaron la genial iniciativa de Eneandro. Desde el exterior, los forjados a media altura daban una estética peculiar a aquellos edificios, que era percibida por quienes paseaban por allí e indagaban sobre su utilidad y cuando conocían sus ventajas se daban golpecitos en la frente como en señal de inteligencia. Muy pronto se generalizó este tipo de construcción en esta y otras ciudades.

 

Pasó el tiempo y la postura forzada a que debían someter la columna en el interior de sus duplex comenzó a pasar factura. Poco a poco Eneandro y los demás habitantes encontraron más relajado caminar encorvados. Cuando se cruzaban por la calle se dibujaba en sus bocas una sonrisa de complicidad. Los niños iban creciendo y sus huesos se adaptaban arqueándose dócilmente a las exigencias de los duplex.

 

Se dinamizó un transporte público acorde con la nueva anatomía de esta generación. Los vehículos, sin apenas aumento de altura respecto a los convencionales, disponían de dos y hasta tres niveles. Se suprimieron los asientos por innecesarios, pues una considerable parte de los ciudadanos comenzaba a apoyarse en las extremidades superiores e inferiores

 

La necesidad de una nueva gama de productos exigió un mayor esfuerzo en investigación. Ejemplo de ello fue la popular carrera de San Silvestre algún tiempo después. Bastantes corredores, con su torso adelantado, no podían sostenerse al cabo de unos centenares de metros y habían de relajarse soportando el peso sobre manos y pies. En los últimos kilómetros era la postura adoptada por muchos, que habían de sacarse la camiseta y darle la vuelta, pues de otra forma el dorsal no sería visible al entrar en la meta.

 

Los empresarios imaginativos se dieron cuenta de inmediato de que lo fundamental no era estampar sin más el número de corredor sobre la parte posterior, sino crear una protección para las manos que evitase las contusiones tras diez kilómetros de carrera.

 

El primero que se percató de ello proyectó una especie de manoplas con suela. Era un tipo cultivado. Se había graduado con un novísimo plan de estudios diseñado para todo el continente. Tras consultar un diccionario de latín había echado mano de la Neología Formal creando una nueva palabra mediante la combinación de calceous y manus.  A partir de entonces, el término manuscalzos fue adoptado en la industria como expresión de calzado de manos.  Para que luego digan que el lenguaje es un espesor que se interpone entre el individuo y el medio, que muestra y oculta a la vez.

 

De esa forma comenzaron a desarrollarse paulatinamente nuevas tecnologías, y las inversiones provocaron un aumento sin precedentes en el empleo. Las familias, menos endeudadas, podían aspirar a la adquisición de esos pisos que ya se construían en topología duplex,  con dos plantas de 1,60 y 1,00 metros de altura, tal como había sido la idea de Eneandro.

 

La delgadez de los tabiques permitía a los vecinos comunicarse  con el apartamento de al lado sin ni siquiera salir de la cama. Las intimidades familiares se divulgaban a voces, por lo que  era innecesario ocultar cualquier evento individual. En las horas de mayor audiencia radiofónica un solo aparato bastaba y proporcionaba un tema común de conversación. Se evitaba así el ostracismo al que se estaba condenado en los pisos más amplios. Estos alicientes hicieron que la demanda de microduplex se incrementase vertiginosamente y la ley del mercado se cumplió una vez más a rajatabla, elevándose mucho el precio de las nuevas viviendas.

 

Eneandro  no se había esforzado en aplicar a su existencia una sutura sentimental, pues su llaga era demasiado grande. Se desvivía para que Julio estudiase en un colegio prestigioso. Intentaba con poco éxito llenar el hueco que había dejado su esposa. El chico, a la entrada y salida de la escuela, reparaba en los rostros de aquellas mujeres que  acompañaban a sus hijos y pensaba en su madre, intentando imaginar cómo sería  su cara, sus hombros, aquellos brazos que aún añoraba. Una vez había mencionado el nombre en casa, pero por la expresión de su padre se hizo consciente de que no era un tema a tratar.

 

El escaso mobiliario del duplex en que vivían no permitía  albergar muchos objetos. La carpeta rosada que Crisanta olvidase permanecía en el fondo de un cajón, sin que nunca se le hubiese ocurrido a Julio hurgar en su contenido, pero un día le llamaron la atención unos planos que sobresalían y preguntó por qué estaban allí.  Tras conocer el sentido de su existencia el niño concibió la esperanza de que el nombre de aquellos arquitectos podría conducirle hasta la autora de sus días.

 

El abuelo había fallecido pocos días después de que Julio cumpliese doce años. La fuerte naturaleza del viejo le había permitido resistir sin problemas la opresión de aquellos muros durante largo tiempo.  Poco después, el chico tomó la decisión de visitar aquel estudio de arquitectura y marchó resueltamente por las calles hasta encontrar un amplio local con el rótulo que él buscaba, en el que le recibió con simpatía un joven encorvado, haciéndole pasar a una sala de espera, donde se entretuvo dando lustre a sus manuscalzos  hasta que fue recibido.

 

Aquel arquitecto de mediana edad tenía una mirada triste y distante. Recordaba muy bien la dirección que Julio le solicitaba y tras apuntársela en una tarjeta charlaron un rato. La imaginación del niño no iba a la zaga de su desarrollo físico. Julio razonó ante la nueva crisis, que si la gente en vez de apoyarse sobre las extremidades superiores e inferiores pudiera arrastrarse sobre codos y rodillas, el ahorro en vivienda sería aún más sustancial, siempre en aras de un mejor aprovechamiento del espacio urbano. Los ojos de aquel hombre se iluminaron al escuchar los argumentos del chico.

 

El mercado aceptó sin vacilaciones esta nueva iniciativa de edificación, más radical que la de Eneandro, y se promovió la construcción de nichos apilados, cuyo inferior precio supuso un balón de oxígeno en los más desfavorecidos, que no dudaban en endeudarse con tal de disponer de un techo que les protegiera. Todos los nichos disponían de tomas para Televisión Digital Terrestre y Telefonía en Banda Ancha.

 

Había surgido de manera espontánea una segmentación en castas, una división  no racista, pues los ciudadanos se distinguían anatómicamente, sin necesidad de que los que aún  caminaban sobre los pies hubiesen de tener necesariamente la  tez más clara o más oscura. Su piel podía ser de cualquier color con tal de que deambulasen erguidos. Esta selecta minoría se vanagloriaba de conservar la esencia que había distinguido al humano a lo largo de un millón de años.

 

Entre esta minoría se encontraba Crisanta. La apacible monotonía de la vida en el campo no armonizaba con su espíritu emprendedor. Convertida en  sagaz empresaria, contemplaba fascinada desde el ventanal de su oficina  las espaldas de los viandantes, que se contoneaban en su ir y venir a lo largo y ancho de aquella avenida, otrora atestada de coches privados. 

 

 Julio se presentó una mañana en aquel edificio de paredes descomunales. El hombre que abrió la puerta le acompañó al lugar en que se hallaba Crisanta, detrás de una amplia mesa de despacho. Había dos butacas delante, que resultaban inútiles para él. Aquella dama hubo de incorporarse para poder ver sin dificultad a su visitante. Rodeó la mesa y avanzó hacia él, incómoda por tener que agacharse para iniciar la conversación, y cuando Julio le expuso el motivo de su visita, se limitó a preguntarle fríamente qué esperaba de ella. El muchacho no imaginaba una actitud tan distante por parte de la que le había dado el ser y se dirigió a ella en un tono vacilante inquiriendo por qué les había abandonado. Ella no respondió de momento, pero en sus ojos se leía  desprecio. Le enfurecía que aquella imagen de bebé, que ella había mantenido entre sus íntimos recuerdos, se hubiese tornado en aquel tullido que se arrastraba frente a ella. Repudiaba la idea de que esa criatura deformada hubiese permanecido alguna vez en su vientre. Se dirigió a Julio con voz serena, indicándole que ni su padre ni él merecían que inmolase abnegadamente lo esencial de su vida. El chico se estremeció, pues esperaba arrullo y no aquel timbre hiriente. Las lágrimas cálidas del adolescente humedecieron el pavimento, que sus propias rodillas enjugaron al deslizarse hacia la puerta. El pomo estaba demasiado alto y en un inútil impulso por alcanzarlo no pudo evitar que se le escapase un sollozo. Julio ansiaba huir, pero no se atrevía a volverse pues el fulgor de aquella mirada le amedrentaba. El niño hizo un supremo esfuerzo por elevarse, pero cayó de bruces. Crisanta ladeó la cabeza y llamó a su empleado, que acompañó a Julio hasta la calle

 

Las oficinas de Crisanta se hallaban en el centro de los negocios de la ciudad, con pisos de dos y hasta tres dormitorios, cafeterías, tiendas de modas y restaurantes de lujo, que permitían una vida placentera a los de a pie, pero el número de encorvados que se empleaban en aquellas empresas iba en aumento y como consecuencia los servicios hubieron de irse adaptando a la morfología dominante. Con el tiempo las puertas se hicieron más pequeñas, los muros más bajos y el mobiliario acorde a la nueva población, por lo que día a día hubieron de irse acomodando los de a pie a los requerimientos que exigía la mayoría, aunque hubo quienes no se sometían y rebasaban desdeñosamente  los establecimientos que se habían reformado.

 

Crisanta formaba parte de ese grupo incapaz de penetrar en una tienda si tenía que arquear la espalda y se obstinó en que no acudiría a ningún restaurante, ni adquiriría comida en ningún lugar cuya puerta no pudiese traspasar perfectamente erguida. Durante un tiempo pudo irse nutriendo de unos tenderetes al aire libre que acudían a vender sus mercancías una vez por semana en el otro extremo de la ciudad, pero estos puestos ambulantes fueron desapareciendo y con ellos el dinamismo de Crisanta, aunque su arrogancia no se debilitaba, hasta que un  soleado día se derrumbó por inanición cuando atravesaba el amplio umbral de su vivienda.

 

Su cuerpo hubo de amoldarse a la  forma arqueada de aquel moderno ataúd, pero aun después de muerta, fue necesario el esfuerzo de varias personas para doblegar aquellos huesos.

 

Las especies no son inmutables. La raza humana fue regresando  a su condición primigenia, caminando encorvados a través de la jungla hormigonada  y la vida se democratizó con respecto al resto de los animales, a los que ya no se contemplaba con desdeño desde una prepotente posición erguida.





Eduardo Muñoz García

Nacido en Madrid en 1942. Es Licenciado en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la Universidad Complutense de Madrid y Máster en Estudios Interculturales y Literarios por la misma universidad. Actualmente prepara un proyecto de tesis doctoral en la Facultad de Ciencias de la Información.


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