Criaturas mutables
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Eneandro esperaba su turno en aquella fila de aspirantes a propietarios. Lentamente la cola habÃa ido avanzando y le permitÃa contemplar la maqueta del edificio a través de las vidrieras del local. Le desconcertaba que aquellas siete plantas pudieran contener cinco mil seiscientos apartamentos. El inmueble no parecÃa mayor que el hotel en que habÃa pasado su noche de bodas. Este pensamiento le trajo el recuerdo de su joven esposa y cómo habÃa desaparecido misteriosamente de su vida poco después de nacer su hijo.
La fila se movió algo más y pudo situarse bajo el dintel de la puerta de entrada, desde donde podÃa observar una pareja con tres niñas que se disponÃa a firmar el contrato frente al empleado de la inmobiliaria. La mujer sonreÃa. El marido se mostraba indeciso mientras contemplaba a sus hijas, la mayor de apenas cuatro años. Esa misma edad tenÃa Julio, su vástago, que caminarÃa ahora hacia la escuela de la mano de su abuelo.
La última etapa en Villa del Cuero habÃa sido ardua, pero habÃa combatido las estrecheces con largas jornadas a la intemperie, velando por los cultivos. Todo cambió tras la desaparición de Crisanta. Al regresar una tarde del campo, Eneandro encontró a su padre preparando la cena, mientras el niño, en silencio, miraba fijamente hacia la puerta. Aún sentÃa en la mejilla el calor de un beso precipitado. Eneandro buscó inútilmente alguna nota, alguna explicación. Sólo encontró una carpeta conteniendo algunos planos, que ella habrÃa olvidado en su impulsiva huida.
Al poco de ausentarse su esposa, tras el tiempo de la recolección, mientras podaba absorto los sarmientos, Hermes, el cartero, se habÃa presentado con un sobre voluminoso. Lo abrió precipitadamente pensando que pudiera contener alguna información sobre ella, pero halló en su lugar una orden de desahucio, acompañada de otros documentos legales. Se le comunicaba una fecha en que habÃa de abandonar la casa y la tierra que les sustentaba, asà como la posibilidad de presentar alegaciones. Nada podÃa aducir, pues todo lo habÃa heredado Crisanta antes del matrimonio.
Apenas transcurrido el plazo, una tarde, bajo un cielo ensombrecido por un desfile de nubes beligerantes, habÃa observado que al otro lado de la valla descargaban un animal metálico con tentáculos dispuestos a devorar. Sólo un ser sin alma podrÃa separar aquellas cepas añosas de las raÃces que succionaban la tierra. El operario le informó vagamente que iban a elevarse allà unas viviendas de lujo. Fue en ese instante cuando tomó la decisión de marchar a la ciudad.
Una frÃa mañana tomó a su hijo de la mano portando bajo el brazo izquierdo los escasos enseres que le era permitido llevarse. El abuelo les seguÃa a corta distancia. Deambularon hasta hallar un lugar en que guarecerse. La afluencia de gente de todos los rincones hacÃa difÃcil encontrar cobijo.
Sumido en estos pensamientos, hubieron de avisarle que era su turno para la reserva de la vivienda. Tras firmar el compromiso de compra se dirigió a su trabajo, repasando en el camino una vez más la estrategia que seguirÃa para los sucesivos pagos.
Pocos meses después le entregaron el apartamento. El abuelo sostenÃa de la mano al pequeño, mientras Eneandro manipulaba en la cerradura para acceder al interior. Un cierto matiz de estupor se reflejó en la cara de ambos adultos al penetrar en el piso. El zaguán de su casa en el campo era bastante más amplio que la desnuda habitación en que se hallaban. Se trataba de una única estancia que albergaba a la izquierda una diminuta cocina y en el rincón opuesto un cubÃculo que parecÃa un cuarto de aseo.
Esa noche se desveló pensando en que forma colocarÃa algún mueble para convivir con el abuelo y su hijo. De madrugada creÃa haber dado con la solución. Puesto que el techo se elevaba a 2,70 metros del suelo, construirÃa un forjado a 1,60 metros de altura y dispondrÃa el salón-comedor en la parte inferior. En el espacioso nivel superior instalarÃa el dormitorio para él y Julio, disfrutando asà de una cierta privacidad. ConvertirÃa de ese modo un vulgar apartamento en un cómodo duplex.
Muchas familias con similares problemas de espacio copiaron la genial iniciativa de Eneandro. Desde el exterior, los forjados a media altura daban una estética peculiar a aquellos edificios, que era percibida por quienes paseaban por allà e indagaban sobre su utilidad y cuando conocÃan sus ventajas se daban golpecitos en la frente como en señal de inteligencia. Muy pronto se generalizó este tipo de construcción en esta y otras ciudades.
Pasó el tiempo y la postura forzada a que debÃan someter la columna en el interior de sus duplex comenzó a pasar factura. Poco a poco Eneandro y los demás habitantes encontraron más relajado caminar encorvados. Cuando se cruzaban por la calle se dibujaba en sus bocas una sonrisa de complicidad. Los niños iban creciendo y sus huesos se adaptaban arqueándose dócilmente a las exigencias de los duplex.
Se dinamizó un transporte público acorde con la nueva anatomÃa de esta generación. Los vehÃculos, sin apenas aumento de altura respecto a los convencionales, disponÃan de dos y hasta tres niveles. Se suprimieron los asientos por innecesarios, pues una considerable parte de los ciudadanos comenzaba a apoyarse en las extremidades superiores e inferiores
La necesidad de una nueva gama de productos exigió un mayor esfuerzo en investigación. Ejemplo de ello fue la popular carrera de San Silvestre algún tiempo después. Bastantes corredores, con su torso adelantado, no podÃan sostenerse al cabo de unos centenares de metros y habÃan de relajarse soportando el peso sobre manos y pies. En los últimos kilómetros era la postura adoptada por muchos, que habÃan de sacarse la camiseta y darle la vuelta, pues de otra forma el dorsal no serÃa visible al entrar en la meta.
Los empresarios imaginativos se dieron cuenta de inmediato de que lo fundamental no era estampar sin más el número de corredor sobre la parte posterior, sino crear una protección para las manos que evitase las contusiones tras diez kilómetros de carrera.
El primero que se percató de ello proyectó una especie de manoplas con suela. Era un tipo cultivado. Se habÃa graduado con un novÃsimo plan de estudios diseñado para todo el continente. Tras consultar un diccionario de latÃn habÃa echado mano de la NeologÃa Formal creando una nueva palabra mediante la combinación de calceous y manus. A partir de entonces, el término manuscalzos fue adoptado en la industria como expresión de calzado de manos. Para que luego digan que el lenguaje es un espesor que se interpone entre el individuo y el medio, que muestra y oculta a la vez.
De esa forma comenzaron a desarrollarse paulatinamente nuevas tecnologÃas, y las inversiones provocaron un aumento sin precedentes en el empleo. Las familias, menos endeudadas, podÃan aspirar a la adquisición de esos pisos que ya se construÃan en topologÃa duplex, con dos plantas de 1,60 y 1,00 metros de altura, tal como habÃa sido la idea de Eneandro.
La delgadez de los tabiques permitÃa a los vecinos comunicarse con el apartamento de al lado sin ni siquiera salir de la cama. Las intimidades familiares se divulgaban a voces, por lo que era innecesario ocultar cualquier evento individual. En las horas de mayor audiencia radiofónica un solo aparato bastaba y proporcionaba un tema común de conversación. Se evitaba asà el ostracismo al que se estaba condenado en los pisos más amplios. Estos alicientes hicieron que la demanda de microduplex se incrementase vertiginosamente y la ley del mercado se cumplió una vez más a rajatabla, elevándose mucho el precio de las nuevas viviendas.
Eneandro no se habÃa esforzado en aplicar a su existencia una sutura sentimental, pues su llaga era demasiado grande. Se desvivÃa para que Julio estudiase en un colegio prestigioso. Intentaba con poco éxito llenar el hueco que habÃa dejado su esposa. El chico, a la entrada y salida de la escuela, reparaba en los rostros de aquellas mujeres que acompañaban a sus hijos y pensaba en su madre, intentando imaginar cómo serÃa su cara, sus hombros, aquellos brazos que aún añoraba. Una vez habÃa mencionado el nombre en casa, pero por la expresión de su padre se hizo consciente de que no era un tema a tratar.
El escaso mobiliario del duplex en que vivÃan no permitÃa albergar muchos objetos. La carpeta rosada que Crisanta olvidase permanecÃa en el fondo de un cajón, sin que nunca se le hubiese ocurrido a Julio hurgar en su contenido, pero un dÃa le llamaron la atención unos planos que sobresalÃan y preguntó por qué estaban allÃ. Tras conocer el sentido de su existencia el niño concibió la esperanza de que el nombre de aquellos arquitectos podrÃa conducirle hasta la autora de sus dÃas.
El abuelo habÃa fallecido pocos dÃas después de que Julio cumpliese doce años. La fuerte naturaleza del viejo le habÃa permitido resistir sin problemas la opresión de aquellos muros durante largo tiempo. Poco después, el chico tomó la decisión de visitar aquel estudio de arquitectura y marchó resueltamente por las calles hasta encontrar un amplio local con el rótulo que él buscaba, en el que le recibió con simpatÃa un joven encorvado, haciéndole pasar a una sala de espera, donde se entretuvo dando lustre a sus manuscalzos hasta que fue recibido.
Aquel arquitecto de mediana edad tenÃa una mirada triste y distante. Recordaba muy bien la dirección que Julio le solicitaba y tras apuntársela en una tarjeta charlaron un rato. La imaginación del niño no iba a la zaga de su desarrollo fÃsico. Julio razonó ante la nueva crisis, que si la gente en vez de apoyarse sobre las extremidades superiores e inferiores pudiera arrastrarse sobre codos y rodillas, el ahorro en vivienda serÃa aún más sustancial, siempre en aras de un mejor aprovechamiento del espacio urbano. Los ojos de aquel hombre se iluminaron al escuchar los argumentos del chico.
El mercado aceptó sin vacilaciones esta nueva iniciativa de edificación, más radical que la de Eneandro, y se promovió la construcción de nichos apilados, cuyo inferior precio supuso un balón de oxÃgeno en los más desfavorecidos, que no dudaban en endeudarse con tal de disponer de un techo que les protegiera. Todos los nichos disponÃan de tomas para Televisión Digital Terrestre y TelefonÃa en Banda Ancha.
HabÃa surgido de manera espontánea una segmentación en castas, una división no racista, pues los ciudadanos se distinguÃan anatómicamente, sin necesidad de que los que aún caminaban sobre los pies hubiesen de tener necesariamente la tez más clara o más oscura. Su piel podÃa ser de cualquier color con tal de que deambulasen erguidos. Esta selecta minorÃa se vanagloriaba de conservar la esencia que habÃa distinguido al humano a lo largo de un millón de años.
Entre esta minorÃa se encontraba Crisanta. La apacible monotonÃa de la vida en el campo no armonizaba con su espÃritu emprendedor. Convertida en sagaz empresaria, contemplaba fascinada desde el ventanal de su oficina las espaldas de los viandantes, que se contoneaban en su ir y venir a lo largo y ancho de aquella avenida, otrora atestada de coches privados.
Julio se presentó una mañana en aquel edificio de paredes descomunales. El hombre que abrió la puerta le acompañó al lugar en que se hallaba Crisanta, detrás de una amplia mesa de despacho. HabÃa dos butacas delante, que resultaban inútiles para él. Aquella dama hubo de incorporarse para poder ver sin dificultad a su visitante. Rodeó la mesa y avanzó hacia él, incómoda por tener que agacharse para iniciar la conversación, y cuando Julio le expuso el motivo de su visita, se limitó a preguntarle frÃamente qué esperaba de ella. El muchacho no imaginaba una actitud tan distante por parte de la que le habÃa dado el ser y se dirigió a ella en un tono vacilante inquiriendo por qué les habÃa abandonado. Ella no respondió de momento, pero en sus ojos se leÃa desprecio. Le enfurecÃa que aquella imagen de bebé, que ella habÃa mantenido entre sus Ãntimos recuerdos, se hubiese tornado en aquel tullido que se arrastraba frente a ella. Repudiaba la idea de que esa criatura deformada hubiese permanecido alguna vez en su vientre. Se dirigió a Julio con voz serena, indicándole que ni su padre ni él merecÃan que inmolase abnegadamente lo esencial de su vida. El chico se estremeció, pues esperaba arrullo y no aquel timbre hiriente. Las lágrimas cálidas del adolescente humedecieron el pavimento, que sus propias rodillas enjugaron al deslizarse hacia la puerta. El pomo estaba demasiado alto y en un inútil impulso por alcanzarlo no pudo evitar que se le escapase un sollozo. Julio ansiaba huir, pero no se atrevÃa a volverse pues el fulgor de aquella mirada le amedrentaba. El niño hizo un supremo esfuerzo por elevarse, pero cayó de bruces. Crisanta ladeó la cabeza y llamó a su empleado, que acompañó a Julio hasta la calle
Las oficinas de Crisanta se hallaban en el centro de los negocios de la ciudad, con pisos de dos y hasta tres dormitorios, cafeterÃas, tiendas de modas y restaurantes de lujo, que permitÃan una vida placentera a los de a pie, pero el número de encorvados que se empleaban en aquellas empresas iba en aumento y como consecuencia los servicios hubieron de irse adaptando a la morfologÃa dominante. Con el tiempo las puertas se hicieron más pequeñas, los muros más bajos y el mobiliario acorde a la nueva población, por lo que dÃa a dÃa hubieron de irse acomodando los de a pie a los requerimientos que exigÃa la mayorÃa, aunque hubo quienes no se sometÃan y rebasaban desdeñosamente los establecimientos que se habÃan reformado.
Crisanta formaba parte de ese grupo incapaz de penetrar en una tienda si tenÃa que arquear la espalda y se obstinó en que no acudirÃa a ningún restaurante, ni adquirirÃa comida en ningún lugar cuya puerta no pudiese traspasar perfectamente erguida. Durante un tiempo pudo irse nutriendo de unos tenderetes al aire libre que acudÃan a vender sus mercancÃas una vez por semana en el otro extremo de la ciudad, pero estos puestos ambulantes fueron desapareciendo y con ellos el dinamismo de Crisanta, aunque su arrogancia no se debilitaba, hasta que un soleado dÃa se derrumbó por inanición cuando atravesaba el amplio umbral de su vivienda.
Su cuerpo hubo de amoldarse a la forma arqueada de aquel moderno ataúd, pero aun después de muerta, fue necesario el esfuerzo de varias personas para doblegar aquellos huesos.
Las especies no son inmutables. La raza humana fue regresando a su condición primigenia, caminando encorvados a través de la jungla hormigonada y la vida se democratizó con respecto al resto de los animales, a los que ya no se contemplaba con desdeño desde una prepotente posición erguida.