Temo que no nos libramos de Dios, porque creemos todavía en la gramática - Friedrich Nietzsche



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Poesía religiosa, poesía mística
Por Miguel de Santiago
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Pez, Stephanie de Malherbe

 

La poesía mística tiene una larga trayectoria en la historia de la literatura española: desde Ramón Llull, Sebastián de Córdoba y Fray Luis de León, pasando por las figuras cimeras de los santos carmelitas Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, hasta esa corriente de poesía sacra que continúa en los siglos de oro, con Francisco Aldana, Lope de Vega y José de Valdivielso y, con más o menos calidad, ha llegado a nuestro ya finalizado siglo xx.

Pero enseguida surge la pregunta acerca de la frontera que delimita la poesía religiosa y la poesía mística. Ciertamente quienes hemos estudiado estos temas[1] nos hemos visto tentados a ampliar este último calificativo para dar entrada a la poesía más intensamente religiosa. Y, por supuesto, resulta prácticamente imposible deslindar con claridad los campos de la mera religiosidad y de la mística más genuina.

 
Mística: definición y características

La definición etimológica de «mística» nos remite al verbo griego que significa «cerrar» y tiene que ver con «misterio», que dice relación con «oculto» y «secreto», que tiene, por tanto, cierta vinculación con lo arcano. Se dice que el término «mística» fue consagrado de modo definitivo en el siglo v por el Pseudo Dionisio, quien en su Teología mística la define como la experiencia de las realidades divinas. La experiencia mística viene a ser como un encuentro con la divinidad en el interior del alma, infundido gratuitamente por Dios, aunque el hombre puede aproximarse a ese encuentro gradualmente mediante la ascesis. Y el jesuita Jerónimo Seisdedos, en su obra Principios fundamentales de la mística, ya apuntaba hace un siglo que la palabra «mística» debería aplicarse para designar estrictamente «las relaciones sobrenaturales, secretas, por las cuales eleva Dios a la criatura sobre las limitaciones de su naturaleza y la hace conocer un mundo superior, al que es imposible llegar por las fuerzas naturales ni por las ordinarias de la Gracia».

El hombre se mueve en una dimensión contemplativa, de profundidad; puede ir penetrando cada vez más en las esferas que le sumergen en la trascendencia. Contempla la historia en toda su complejidad; contempla la naturaleza creada por Dios, en la que se desarrolla su existencia y la de los demás seres vivos; contempla y medita la Palabra; contempla y llega a vivir la vida de Dios.

Todo este proceso –en el que el hombre, criatura de Dios, tiene ansia de cercanía, hambre de Dios– nos da a entender que cualquier contexto es bueno para cultivar la amistad con Dios, Creador y Padre. Esa cercanía se muestra y se demuestra en la oración, en el abrazo con la cruz de Cristo y en la vivencia de la radicalidad del mensaje evangélico. Pero el hombre es un ser siempre en camino, un peregrino hacia la unidad plena e indisoluble en el Amor. En esta vida nunca alcanzará la plenitud o perfección absoluta; sin embargo, caminará tras ella sin desmayo. Los tratadistas de la vida espiritual subrayan el proceso de búsqueda, de tensión, y hablan de «pasos», «movimientos» o «momentos sucesivos» y los comparan con el itinerario esforzado de quien «escala» la cumbre de una montaña, o se «consume» en la oblación de sí mismo al servicio de los demás.

La vivencia intensa del amor entre Creador y criatura, la expansión de la gracia derramada sobre el hombre y la elevación de su espíritu hacia Dios tiene varias etapas que no son perfectamente delimitables y que cada autor las define de distinta manera.

Unos hablan de vía purgativa, vía iluminativa y vía unitiva. Otros de quietud, estado unitivo, éxtasis y mística esponsal. Otros de etapa incipiente o de iniciación, de etapa de progreso o de media altura en la escalada y de etapa de perfección o de movimiento en proximidad en la cumbre. Otros describen las características del misticismo y enumeran la inefabilidad, la intuición, la inestabilidad y la pasividad. Otros se detienen en los elementos integrantes de la mística y citan el divino llamamiento a la perfección, el deseo amoroso del alma en correspondencia con ese llamamiento, las pruebas, el ilapso interior y el éxtasis o rapto.

 
Religiosa

Como es lógico, la poesía religiosa viene definida, fundamentalmente, por el tema que aborda en sus múltiples variantes. Además puede incoarse como tal aquella que trata los temas radicalmente humanos en tanto en cuanto acepta que el hombre es criatura de Dios a su imagen y semejanza; estamos, pues, ante una poesía trascendente, con implicaciones religiosas y éticas o morales. Es fácil deducir qué poetas, o mejor, qué poesía puede estar incluida en el epígrafe de religiosa. Aunque puede matizarse aún más: poesía trascendente, poesía religiosa, poesía devota, poesía oracional…

La poesía mística está en un estrado superior. Ahora bien, no debe deducirse que sea un fenómeno reservado solamente a un reducido núcleo de personas, especialmente dotadas para experiencias extraordinarias. Es, más bien, un don de Dios al hombre, que alcanza diversos grados, debido, entre otras cosas, a la obediencia amorosa y a la receptividad anhelante. Los grandes místicos son personas que han recibido el carisma de vivir la comunión de amor con Dios de forma eminente para poder desvelar –quitar el velo del misterio– y proclamar los secretos de este amor y ayudar y, tal vez, suscitar la experiencia en otras muchas personas. Porque el poeta presta su voz a los demás y, al mismo tiempo, hace suya la de los otros.

 

[1] Miguel de Santiago, Antología de poesía mística. Verón Editores, Barcelona, 1998.

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