«Las soledades del monstruo»
Propongo el juego de las ucronías poéticas.
Propongo discutir el asombro del mundo antiguo si Baudlaire hubiese compuesto sus Flores del Mal en los tiempos en que Píndaro componía sus odas. Igual el griego no cantaría ya nunca los triunfos de ningún atleta, o quizás las Odas Píticas hubiesen sido poco menos que hermosas disculpas por el destino glorioso de héroes o semidioses, no lo sé. ¿Se imaginan que no supiésemos de ningún Quevedo del XVI y que de pronto apareciesen sus Sonetos auto publicados en alguna editorial casposa del Mexico o del Miami moderno, que a un crítico snob, estelar, de los Estados Unidos de los años setenta, se le ocurriese alabar su fatalismo senequista, su afilada hipersensibilidad, que lo promocionase como canon de modernidad y que usara sus versos para arrasar con toda sensiblería política, con las formas infantiloides y novísimas, los realismos sucios, con los versos de la experiencia, los versos de la insustancia y la autosatisfacción? ¿Se lo imaginan?
Desconozco qué pasaría si Rumi se levantase de su turístico descanso y volviese con los suyos a hablar de pájaros y profetas, habría que preguntarle a algún personaje de Borges si conoce la historia de un poeta afgano medieval acostumbrado a pasear por el mundo con su AK-47, claro que no. Puede que el juego sea siempre una sandez, porque los versos nacen donde tienen que nacer, cuando tienen que nacer y, quizás, porque tienen que nacer, por eso es tan ingenuo jugar con la historia de la poesía, es tan estúpido como jugar como el alma diminuta de una mosca, necesitarías una religión demasiado sofisticada, el juego quedaría en nada, y habría que inventar músicas con melodías desiertas, sin ritmo, sin tempo, sin fijeza.
Hubiera sido muy emocionante para mí que Robert Schumann, o el bueno de Schubert, conociesen mis poemas de Las Soledades del Monstruo, claro que tendrían que haber sabido español, y yo tendría que haber nacido hace ciento cincuenta años, y me hubiese gustado que Schumann hubiese encontrado esa melodía perfecta leyendo mi soneto, y hubiese compuesto su gran Diechterliebe con mis versos, o su Frau Liebe und Lebe, y me conformaría con menos, con mucho menos, a Heinrich Heine no le importaría tanto, y a mí sí, yo ya sé que nunca se volverá a componer un Winterrreise o un Diechterliebe, nunca, y ya sé que el tiempo no perdona, la música degenera y mis poemas deberían sentirse plenamente sublimados si a un cantante greñudo le placiese cantarlos mientras raspa en la guitarra sus acordes de tónica, dominante y séptima, qué remedio, quién se atreve a decir que no es bello aquello que se interpreta con una sonrisa. ¿Usted?
Eso mismo, el esperpento de las ucronías poéticas, se me aparece cada vez que a una melodía de Schumann le contrapongo un poema escrito por mí mismo. Y cuando el piano, por obra y genio de del gran intérprete, mi amigo Francisco Sánchez, establece la melodía primera de las Goldberg de Johan Sebastian Bach, el embrión de esa trama de prodigios que son las Variaciones, y me atrevo a recitar mis versos, entonces siento que mis sonetos «Todo» y «Nada» desactivan el discurso de Bach, como notas a pie de página que confunden más que aclaran, pero que añaden una vida diferente a la obra, y en un instante te acercan al momento justo en que el gran músico componía esas notas, aunque sólo sea porque te imaginas la cabeza empelucada del genio turingués frunciendo el ceño, mirándome con desesperación, con ira quizás.
«El poeta escribe por que no puede cantar». Se lo leí a T. S Elliot en algún ensayo poco optimista. Yo llevo años, toda una vida, estudiando canto clásico, su técnica, estudiando a los cantantes, sus estilos, ensañando la forma de cantar, cantando óperas, oratorios, lieder, canciones de guitarra y mantel, y llevo una vida (no sé si la misma) emborronando versos, completando cuentos, deshaciendo novelas, y puedo jurar que hay un momento en que cuando me dispongo a completar una estrofa, cuando necesito solucionar un enigma lírico, mi instinto me lleva a vocalizar, a calentar la voz, tengo que despertar el diafragma y emitir un agudo con forma de rima asonante y ya hacerle caso a mi garganta hasta el final. Hay también conciertos en que más que cantar tengo que solucionar ese verso que nunca conseguiré acabar, y es por eso que huyo de los clichés, necesito que cada recital, cada representación, sea de algún modo un experimento, un juego, una búsqueda, necesito que sirva para dialogar con el público, obtener, de alguna forma, algo de sentido a la canción, al poema, a la ceremonia de la música clásica, a la alegría inexplicable, casi infantil, de la voz cantada, al antiguo misterio de los versos tristes que, de alguna forma, te devuelven la esperanza.
Cuando Francisco y yo comenzamos a diseñar este programa considerábamos dos posibilidades; una era la del recital de canto con unos pocos versos de mi último libro Las Soledades del Monstruo, la otra la de una lectura extensa del libro ilustrada con canciones, lieder y fragmentos pianísticos, pero cuando empezó el ensayo quisimos intercalar mis poemas «Soledad» e «Isla», con algún lieder del Dichterliebe, recitándolos sobre el mismo acompañamiento, comprendimos que se podía llegar a otro estadio de interpretación, la música del alemán de alguna manera nos abría los oídos para hacer los versos extrañamente persuasivos, más que un recital aquello se convertía en una conversación, todo se comprendía, hasta lo que yo llamaba ucronías parecían sonar bien…, y Falla, y Ravel, y Rachmaninoff y hasta la introspección de Malher con su poema de Rückert, «Yo me he perdido para el mundo», iluminaban mis propios versos del soneto «Hacia el Silencio», y los tangos de Gardel, y la bossa nova de Vinicius…
Los recitales fueron recibidos con ese mismo talante de búsqueda, el público se acomodó al diálogo con naturalidad y el resultado fue tan inesperado como feliz, sorprendido, pienso, no sé si por la combinación, por los poemas, por la brillante interpretación de Francisco, o por todo junto.
Y, no obstante, bendigo y respeto la ley severa que impide que Malher o Schumann levanten la cabeza y se encuentren con todo esto, mis escrúpulos de poeta perfeccionista me obligan a cuestionar cada una de las interpretaciones, todavía se me aparece la imagen del gran Rumi, el Mawlana, el poeta de la mística más humana, eligiendo la palabra perfecta con su kalasnikov al hombro, siempre me ataca esa ucronía, esa idea de la disonancia que nunca se resolverá, pero cada vez me gustan más las disonancias, supongo que porque aún tengo confianza en resolverla con un acorde perfecto, o con un pequeño verso que explique la mitad de mi vida, o con un silencio, una respiración, tan perfecta, que distinga, entre dos compases, la verdadera naturaleza del tiempo que nunca vuelve, o de mi voz.
Alumbrado de ti todo me sobra. Arrancado de ti todo se mueve hacia la nube que gira y no llueve, desde la bruma del sol que da sombra. El silencio del alma siempre me nombra, siempre gritándome que me renueve. Tuerce los surcos, fraguará la nieve. Elegido por ti nada me asombra. Todo me empuja a un barranco redondo. Todo me estrecha en un hilo de espino. Todo en la tierra descuaja mi fondo. Y entre dos estrellas cuelgo el destino. Entre dos amores, preso, me escondo. Entre dos abismos, libre, camino.
Cuánto aire, amor, en tu cuerpo caído, qué escondido en la luz cuando te veo. Qué implacable alma mía mi deseo. Qué afilado el metal del sinsentido. Es la nada que llora, convencido de ti, cuánta oración, ¡cuánto te creo! Qué callada unidad y qué apogeo de amor, y qué aire desde ti nacido. ¡Cuánto sobran, amada, los colores! Si supieran mirarte, si entendieran, si supiesen reírse de tu nada y vagar al infierno de las flores. ¡Cuánto sobro entre ti! Si descubrieran lo que pesa mi voz desesperada.
Canto a la fragilidad de un día que a miradas y vientos me construye. Canto a la levísima noche que callando me disuelve. Canto al fuelle de los tiempos que alegró mi pulmón con alamedas. Canto al ahogo del recién nacido y al concierto fraternal de los desesperados, su pulso, enroquecido, me renueva. Canto al vuelo del avión que nunca baja, que perenne me miente, humilde, ennubecido. A la negra mar de puertos y tormentas, hundidora implacable, madre, en tu mortal vitrina me reflejo. Canto al silencio milenario de una roca que inmóvil levantó los continentes Canto a la eterna sinrazón que contamina y extingue las verdades blancas. Canto a la explosión futura, a la nada leal que nos acoge. Canto a un gesto escondido, canto de amor, cayendo en mí, a mi voz, como la nieve. Y al verso que no entiendo, canto de vida, que arrope con su acento mi furia caminante. Canto al príncipe de los desiertos, tuya es la raza, el fuego y el poema, tu soledad alienta las naciones y una negra visión de multitudes te desgarra la espalda con sus uñas. Para ti son las notas más altas de mi voz, más allá del rugir del monstruo humano.
Sólo ya recitar mi despedida, como el mirlo que canta desde el suelo sin poder respirar, preso en el duelo de una miga de pan desconocida. Preso en su soledad y de por vida, lejos de la razón, lejos del cielo, como ese mirlo azul del desconsuelo me consagro y me encierro en mi partida. Como nadar en nubes de amapola, a rastras, por buscar, por desangrarme. Como el hijo de un viento que me inmola, si me quedo a dormir amortajadme, inscribid mi epitafio en cada ola; mi destino es seguir y atragantarme.
Por las venas de mi alma fluye el silencio, cuando pincho mis versos acallo al tiempo. Acordeonista que vienes de fuera córtame la hemorragia, improvisa a un millón de pesetas la cantinela de mi nostalgia, toca, yo te la pago, que he vendido una Virgen llorando y un ángel descabezado. Por forzar la garganta perdí una vida, quien se muera gritando que me lo diga. Camposanto del cielo de Liria destitúyeme al guarda, que hay un vivo tan vivo que envidia la muerte de las cigarras. Padre dame un respiro, en cuanto firme estos versos me voy contigo. El camino del alma no se revela, se descubre muriendo muertes de seda.
Como el agua del mar entre mis manos forzada a liberarse, gota a gota, mi perezoso andar nunca se agota, ni se agota el silencio, ni el secano. Sagrada soledad, dulce pantano que alimentas de amores mi derrota, desentierra el cristal por donde brota el constante rumor, el trueno humano. Como el agua del mar que descoyunta la mañana, la flor o el continente, secreta relación, oscura fuente, hacia ti desenvuelvo mi pregunta, hacia ti, soledad que me consiente, brújula del corazón, ángel ausente.