Verónica. De Blanca Álvarez

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Hasta tal punto tenía grabado su rostro en la memoria, que ya no podía dibujar un retrato sin dejar en él un esbozo de su mirada o del modo inconfundible como torcía la boca al sonreír. Así que la gente dejó de contratar sus servicios, porque sus retratos empezaban a perder calidad y, además, con las cámaras de fotos, era todo mucho más barato y fácil.

-Desde lo de su hija, no ha vuelto a ser el mismo –decían en el barrio.

De modo que Andrés comenzó a pintar paisajes y bodegones, pero sin éxito, porque ahora la gente parecía decorar sus casas como las salas de espera de los hospitales, con esas manchas imposibles de descifrar. De modo que tuvo que cerrar la tienda y, poco después, incapaz de pagar la hipoteca, dejó su casa. Así fue como Andrés amaneció un día en la calle, y al día siguiente también, y al siguiente, y al siguiente; hasta que perdió la noción del tiempo. Menos mal que por lo menos sabía cuándo empezaba y terminaba la semana, porque el Mercado de Verónicas cerraba los domingos. Pero así, si un día de pronto era festivo y el mercado cerraba, se encontraba desorientado y sin saber qué hacer. Porque había cogido la costumbre de pasar las mañanas allí. Sus bodegones nunca habían tenido tanto material como entonces: pimientos, tomates, lechugas, melocotones, chatos, ciruelas, albaricoques… Cada mañana se paseaba por los puestos tomando bocetos y luego los remataba a carboncillo, pastel o acuarela, sentado junto a las grandes puertas de la fachada principal. Murcianos y turistas se quedaban boquiabiertos cuando veían esos pimientos que parecía que se podían comer. Y así era como conseguía mantenerse, con los pocos bodegones que vendía en la calle y con las sobras del día que le daban los tenderos.

Pero lo que más necesitaba para vivir era aquel rostro, de modo que, cuando anochecía y nadie podía verle, sacaba su cuaderno y, a la luz de alguna farola, trazaba compulsivamente aquellos rasgos, y no paraba hasta que conseguía el gesto exacto que quería, aunque muchas noches tuviera que quedarse sin dormir. Luego, al amanecer, se iba a la fuente del parque a lavarse las manos y la cara, que terminaban manchadas de carboncillo. Pero le parecía que aquellas manchas nunca se iban del todo, al menos las de los dedos, que eran las que podía verse, porque la cara estaba fuera de su alcance. Debía tener una barba considerable, y el pelo nunca lo había llevado tan largo. Pero lo que más le importaba eran sus manos: tenían que estar bien limpias para luego no dejar manchas en los dibujos que vendía. El pañuelo blanco con el que se secaba estaba ya negro de carboncillo. Varias veces estuvo a punto de comprar uno nuevo, pero, en el último momento, algo se lo impedía, como si creyera que, cambiándolo por otro, estuviera traicionando a algo o a alguien. De modo que siempre lo terminaba guardando en su bolsillo, como quien guarda su única pertenencia en el mundo. Hasta que una mañana era tal la negrura del pañuelo, que Andrés pensó que empeoraría aún más todas las manchas que ya tenía, de modo que se decidió a comprar uno nuevo con el dinero que sacara de las ventas. Poco después, dudaba que fuera a tener algún comprador, porque había comenzado a llover torrencialmente. Y, efectivamente, continuó lloviendo todo el día, y los días siguientes. Andrés dibujaba en un rincón del mercado, pero los dibujos se mojaban y se manchaban de barro, y todos los murcianos estaban demasiado preocupados con esas extrañas lluvias como para pararse a mirar. Así que no pudo comprar el pañuelo. Por la noche era lo más duro, porque su sitio favorito, aquel junto a la farola, estaba inundado, y ahora tenía que dormir en un soportal más grande junto a otros indigentes.

-¿Qué es lo que pintas? –le preguntaban sus nuevos compañeros.

Y Andrés callaba. No podía concentrarse delante de tanta gente y tenía los dedos completamente entumecidos. Todo le parecía que estaba empapado: su saco, su ropa, su pelo, su barba, su pañuelo y hasta el cuaderno de dibujo, con las hojas medio dobladas por la humedad. Y el carboncillo mojado manchaba también su ropa. Así era imposible dibujar nada. Mientras duraran las lluvias aquellas, lo único que podía hacer era deambular por el mercado durante el día, y refugiarse en el soportal después. De vez en cuando hacía algún boceto delante de los puestos, pero no tenía ánimo para sentarse a dibujar, ni tampoco espacio, porque el suelo estaba empapado. Hasta que se le acabó el cuaderno y ya tampoco podía tomar bocetos, porque no tenía dinero para comprar otro.

De pronto, una mañana, se encontró el mercado cerrado. Debía de ser domingo. Ya no sabía cuántos días llevaba lloviendo sin parar, pero le parecía que eran muchísimos. Como cuando lo de Verónica, que no dejó de llover en varias semanas y hasta la procesión se tuvo que cancelar. De todas formas, aquel año él no habría podido salir con su cofradía, porque se pasaba los días y las noches en el hospital, mirando a través del cristal de la UCI, impotente y sin hacer nada más que memorizar cada rasgo del rostro de su hija. De vez en cuando torcía un poco los labios y a Andrés le parecía que sonreía. En esos momentos pensaba que nada podía salir mal, que aquel susto pasaría y que, a partir de entonces, la vida de los dos iba a ser distinta, y Verónica ya no tendría motivos para querer dejar de vivir. Pero aquel Viernes Santo, poco después de que sus compañeros le dijeran que se suspendía la procesión de los Salzillos, ella ya no volvió a sonreír más. Se dejó caer apoyado en el cristal de la UCI, igual que hacía ahora, tembloroso, en las grandes puertas del Mercado de Verónicas. Ya le daba igual mojarse o que se mojara el cuaderno, porque era sólo un conjunto de manchas inútiles. Prácticamente dejó de sentir las manos y los pies, pero aún pudo abrir el cuaderno, acercarse a los labios uno de los retratos desfigurados de su hija y pronunciar su nombre.

***

-Verónica, el hipotérmico se ha despertado.

El corazón le dio un vuelco y Andrés vio acercarse a una enfermera que sostenía un pañuelo blanco con manchas negras y un cuaderno. En el pañuelo creyó distinguir la silueta de un rostro familiar. Sonrió al advertir que se trataba del suyo propio, hecho con los restos del carboncillo que había estado limpiándose durante días. Y le pareció que, en su rostro, estaban también esos rasgos que intentaba plasmar frenéticamente cada noche. Y recordó que todos decían lo mucho que se parecía Verónica a su padre. Sin saber muy bien por qué, sintió un profundo alivio, como si por fin hubiera logrado eternizar los trazos precisos que redimirían la vida de su hija y la suya propia. Instintivamente, se miró las manos y le sorprendió su blancura. Había dejado de llover y un sol más reluciente que nunca inundaba la habitación. Por la ventana entraba el inconfundible sonido de la banda. Debía de ser Viernes Santo y La Verónica salía en procesión.

Blanca Álvarez de Toledo

Publicado en Distribución y Consumo 146, año 27, 2017, vol. 1, pp. 82-84.

http://artefigura.blogspot.com/2011/04/dibujo-realista-dibujo-de-academia.html